«Yo quiero tener un millón de amigos»

«Conocer a una persona es algo fascinante. Mejor que descubrir América, mejor que leer una novela larga, mejor que hacer orden en los archivadores de la infancia. Mucho mejor.
Un día, estás caminando por la ciudad y de pronto una mirada, un rostro, una sonrisa, que te pregunta: “¿Caminas conmigo?”. Y es una gran pregunta, vibrante, llena de ces, enes y emes, llena de cielos inmensos, de mediterráneos.
En solo un segundo decides el cambio de trayecto y acompasas tus pasos a los de tu compañero de recorrido sin poder saber aún si se quedará ahí toda la vida»

Escribí esto en algún momento de mis años universitarios. Yo, que soy de naturaleza reservada e introvertida (aunque nadie me crea cuando lo digo), había ido aprendiendo desde mi adolescencia a abrirme a los demás y a ver en cada persona no solo alguien a quien tratar con la dignidad que merece, sino alguien a quien valía la pena conocer si se tenía la oportunidad. 

Por eso recuerdo que me chocó muchísimo, cuando, en los últimos años de carrera, tomando unas cañas, un amigo comentó que él ya tenía todos los amigos que quería y necesitaba y que no pensaba hacer ningún esfuerzo para incorporar a más gente a su vida.

Me extrañó mucho ya entonces, creo que nunca había imaginado que alguien pudiera cansarse de tener amigos y decir «Así me basta». Y me choca aún más ahora si me paro a pensar qué habría sido de mi vida si me hubiera quedado solo con los amigos hechos durante la universidad. De esos años tengo a mis grandes (enormes) amistades con quienes sigo en contacto, esas personas que, aunque solo consigas hablar por teléfono cada 6 meses, retomáis la conversación como si fuera del día anterior. Pero me habría perdido tantísimo si me hubiera cerrado a nuevas amistades más allá de 2014 (año de mi última graduación), que se me pone la piel de gallina solo de imaginarlo. De hecho, a veces pienso que me da mucha pena que algunas de mis actuales grandes amigas no estuvieran en mi boda, por ejemplo. Y no estuvieron porque… o no nos conocíamos aún; o sí, pero era una relación más de conocidas.

«Yo quiero tener un millón de amigos»: esa mítica canción de la época de mis padres. Que puede sonar demasiado idealista, o tener reminiscencias de cuando fue el boom de Facebook y la gente presumía de acumular miles de amigos en sus perfiles, o ahora followers en Twitter (llámalo X) o en Instagram. Pero los tiros de la canción no van por ahí. Dice Roberto Carlos: «Yo quiero tener un millón de amigos, y así más fuerte poder cantar».

Ahí está una de las intuiciones sobre la amistad. Los amigos nos hacen mejores, expanden nuestra vida. Por eso nunca puedes sentir que tienes suficientes. Dice C. S. Lewis en Los cuatro amores:

«El dos, lejos de ser el número requerido para la amistad, ni siquiera es el mejor, y por una razón importante. Lamb dice en alguna parte que si de tres amigos (A, B y C) A muriera, B perdería entonces no sólo a A sino “la parte de A que hay en C”, y C pierde no sólo a A sino también “la parte de A que hay en B”. En cada uno de mis amigos hay algo que sólo otro amigo puede mostrar plenamente. 
[…]
Por eso, la verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto»

La amistad es un tipo de amor en expansión. 

¿A quiénes llamamos amigos?

A ver, está claro que «un millón de amigos», si nos lo tomamos de manera literal, es materialmente imposible. Pero quedémonos con su sentido aspiracional, con esa actitud de apertura a las nuevas personas que puedan aparecer en nuestra vida y que, cuando llegan, no tenemos ni idea muchas veces de la importancia que cobrarán en nuestra vida.

Es cierto que hay una cuestión de recursos temporales: no puedes tener cinco mil «amigos del alma», no hay tiempo ni energías suficientes para eso, somos limitados. Pero podemos tener muchas amistades casuales o conocidos, compañeros, como los quieras llamar. Aunque esas personas no sean nuestros «mejores amigos» no por eso esos vínculos que construimos con ellas tienen menos importancia (esta es una idea que, aunque la había intentado vivir desde hacía tiempo, hasta que no tuve con mi grupo de Canavox la sesión sobre la amistad, no la vi así de bien formulada, y me encantó).

Serán unos vínculos construidos acorde con la relación que tenemos. No tratamos igual a nuestro marido, a nuestros padres, a la amiga de la infancia, al vecino, a la panadera, a nuestro compañero de trabajo, al conductor del bus que vemos todos los días… Entra dentro de lo esperable y no tiene nada de malo, más bien al contrario. En mi ciudad, cogía tanto el autobús que con algunos de esos conductores llegué a desarrollar una relación muy simpática, compartíamos pipas y nos contábamos cosas. Pero no eran mis amigos. Pero no por eso iba a ignorarles, o a limitarme a un saludo frío y rutinario. Entre la amistad y la indiferencia existe una cantidad de matices en nuestras relaciones con el resto del mundo que creo que debemos explorar

Además, hay conocidos de esos que, en el momento menos pensado, se convierten en amistades nucleares. De esas que querrías que hubieran estado en tu boda. 

Construir la amistad

Hay una frase muy famosa que dice que «los amigos son la familia que uno elige». Entiendo lo que quiere expresar, pero creo que con los amigos, como con la persona con la que te casas, aunque, efectivamente, hay una parte de elección, también existe una parte de don, de regalo. El día que os conocisteis, podías haberte sentado en una mesa diferente en la universidad, podías haber salido de casa cinco minutos antes… y no os habríais cruzado. Más aún: podríais haber vivido en países distintos y no tener ni idea de la existencia el uno del otro. Pero, en palabras de Lewis —una vez más—, «un secreto Maestro de Ceremonias ha entrado en acción». Por eso creo que de la amistad también se puede decir que es «don y tarea».

No dar el regalo de una amistad por hecho, por sabido, agradecerlo con la propia vida, trabajar en ese don para que siga creciendo, cada vez más hondo y cada vez más alto.

Necesitamos de los amigos. La amistad no es una fase de la vida: mientras no tengo claro mi proyecto personal, hasta que comience la aventura de formar mi propia familia, cuando tengo tiempo disponible, cuando he necesitado compañía… La amistad es valiosa por sí misma, y cada uno de esos vínculos tendríamos que construirlos como le enseña el zorro al principito: «Eres responsable para siempre de lo que domesticas». 

Un amigo no es solo el que te hace un favor, ni solo con quien te lo pasas fenomenal, pero esos dos aspectos están también incluidos en lo que es una amistad. Todo aderezado con incondicional y elegante olvido del cálculo, como recuerda Teo Peñarroja en Nuestro Tiempo: «La venerable philia también es asimétrica. Siempre hay uno que da más, y esa entrega no queda en un ajuste de cuentas —me debes tanto—, sino en esa escalada absurda de cariño».  

La amistad vs las prisas

En el post sobre la paciencia escribía que «solo en el tiempo podemos ir desvelando nuestra intimidad y eso es lo que nos hace capaces de construir relaciones sólidas y no de fast food».

Pero a veces vamos demasiado acelerados. Casi hay que resistir la tentación de buscarle el botón de x1,5 a nuestro interlocutor en algunas ocasiones en la vida real. Parece que no tenemos tiempo más que para “sobrevivir”, pero no nos engañemos: tenemos el tiempo que queramos tener. Y las circunstancias cambian, y los amigos se mudan, se casan, etcétera… pero si la amistad es «amistad de la buena», permanece. Tal vez con otras dinámicas, tal vez con otra intensidad. Pero sería una pena dejar que la amistad muriera por desidia. Como si hubiera sido un paréntesis, un accesorio, un libro prestado en la biblioteca. 

En el post sobre la paciencia también os contaba:

«¿Dónde está ese niño nuestro que colocaba judías o lentejas entre algodones húmedos como experimento de Ciencias en el cole y veía con emoción día a día los pequeños avances de su plantita?
Las personas nos parecemos más a esa legumbre entre algodones que a una compra en Amazon. No tenemos un botón de reiniciar si no funcionamos, ni podemos pulsar ctrl+z cuando hacemos algo mal o nos equivocamos. Nuestros procesos son lentos. Necesitamos toda una vida para ser lo que somos. Por eso necesitamos paciencia». 


En una sociedad que valora y juzga tanto por éxitos y por apariencias, la amistad y la familia son los oasis donde podemos disfrutar del amor incondicional y donde nos entrenamos en amar así también nosotros, claro.

La amistad nos protege

«Los hombres que tienen verdaderos amigos son menos manejables y menos vulnerables», dice Lewis. Y, en una línea parecida, Denise McAllister escribe:

«La amistad es la mayor protección contra una sociedad tiránica que quiere dividir a las personas y controlarlas. La amistad fomenta comunidades saludables y promueve el afecto mutuo, lo que produce el mayor bien para una sociedad»

Somos menos manejables cuando tenemos amigos con los que compartir la vida, con los que hablar de cualquier tema que queramos (olvidándonos de lo políticamente correcto), con los que embarcarnos en proyectos, soñar en grande, esos amigos que son alas. 

Una de las cosas bonitas de la amistad es que no tenemos que estar de acuerdo en todo. En medio de la sobreabundancia de las cámaras de eco y la polarización (palabra del año en 2023, tristemente), disfrutar de un ámbito donde puedes disentir con libertad y sabes que tu valor no depende de lo que digas o dejes de decir… es un privilegio. Mis mejores amigas en bachillerato no pensaban como yo en muchísimos temas, pero se hacían las mismas preguntas. Congeniaba más con ellas que con las compañeras que en principio tenían ideas más afines a las mías, pero no se hacían ninguna pregunta, ni tenían grandes inquietudes más allá del plan del finde. En esos años leí esta frase (ahora no recuerdo de quién era, si lo encuentro, os lo cuento): «Lo que une a dos personas no es pensar lo mismo, sino querer lo mismo».

En la sociedad del amor líquido, toca arremangarse para devolver a nuestras amistades la solidez, el peso y el poso que deben tener. También el brillo, el atractivo, la calidez. La vida es mucho mejor con amigos.


Foto de Antonino Visalli en Unsplash


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Un comentario en “«Yo quiero tener un millón de amigos»

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