Hace un par de años, y coincidiendo —¿casualidad?— con haber sido madre por primera segunda vez, la paciencia empezó a ser un tema recurrente en mi vida como nunca antes. Un asunto no solo para reflexionar sino también —y sobre todo— para vivir.
Al principio lo enfocaba como aguante, resistencia, apretar puños y dientes, rostro tenso, sonrisa tensa, y que pase pronto el chaparrón. O peor aún: dique que se va llenando hasta que no hay muros en la tierra capaces de parar la tromba de agua. Y ojito cuando se desborde.
De pronto, un día, pensé: «Oye, si “el amor es paciente” es lo primero que se dice sobre el amor en el himno a la caridad… tiene que ser por algo, ¿no?».
Y si el año pasado por estas fechas os hablaba de lo vulnerables que somos, creo que compartir ahora lo que he aprendido en este tiempo sobre la paciencia puede ser un buen complemento. Porque, ante la vulnerabilidad —propia y ajena— necesitamos, además de ternura, paciencia.
¿Paciencia a un clic?
Supongo que esto es más difícil en medio de una sociedad en la que tenemos tantas cosas disponibles a un solo clic. Viva la opción de escuchar los audios en versión acelerada pero… ¿nos estaremos desacostumbrando a escuchar? ¿Acabaremos exigiéndole a nuestro interlocutor cara a cara que pulse su botón de x1.5 o que se salte la intro? No es broma, tras tantos meses de teletrabajo, en medio de una videollamada en la que uno de mis hijos no paraba de berrear, pulsé el mute y durante unos segundos me pregunté por qué seguía oyendo los lloros.
¿Cuántos improperios le hemos dedicado al internet cuando se ha caído o a nuestros datos cuando iban a pedales porque una página tardaba más de un segundo en cargarse? Raniero Cantalamessa cuenta en uno de sus libros que no hay mejor manera de hacer que el agua tarde en hervir que quedarte mirándola fijamente. ¿Dónde está ese niño nuestro que colocaba judías o lentejas entre algodones húmedos como experimento de Ciencias en el cole y veía con emoción día a día los pequeños avances de su plantita?
Las personas nos parecemos más a esa legumbre entre algodones que a una compra en Amazon. No tenemos un botón de reiniciar si no funcionamos, ni podemos pulsar ctrl+z cuando hacemos algo mal o nos equivocamos. Nuestros procesos son lentos. Necesitamos toda una vida para ser lo que somos. Por eso necesitamos paciencia.
Los niños aprenden a una velocidad increíble, cada día una cosa nueva que te lleva a maravillarte: ¿Cómo ha llegado este gesto de no estar a estar? ¿En qué momento ha aprendido a ponerse de pie solita? ¿Cómo ha aprendido a señalar personas y objetos cuando se los nombras? Pero incluso en ellos, aprendedores rápidos por excelencia, se nos puede hacer lento su proceso deseando que quemen etapas y sean más autónomos, o menos torpes, o madure su cerebro y así librarnos de las rabietas cuanto antes… Nos olvidamos de que todos hemos pasado por ahí, como nos hemos olvidado de lo que duele que salgan los primeros dientes.
Cuando nos impacientamos olvidamos la paciencia que han tenido y tienen otros con nosotros. Nuestros padres, nuestros amigos, nuestro novio o cónyuge. Y muchas veces exigimos incluso lo que no estamos dispuestos a dar. Valoramos que usen con nosotros el «Piensa bien y acertarás» pero si alguien hace algo que nos contraría, nos roza, nos rompe los esquemas y el ritmo… no lo encajamos bien.
La paciencia no es aguantar
La paciencia no suena a virtud vistosa ni evoca música romántica de violines, pero tal vez porque nos hemos acostumbrado a una de sus facetas, la más pasiva, la de resistir, aguantar, apretar los dientes. Pero Fabio Rosini y su precioso libro Solo el amor crea me descubrieron toda una nueva perspectiva.
Para empezar, la palabra en griego para paciencia es makrothimia, que significa ‘ánimo grande, alma grande’. Así, las características que tendría el magnánimo serían la mansedumbre, la calma, la paciencia, la generosidad, la nobleza…
«Construir el amor implica paciencia», dice Rosini. Porque el amor no entra dentro de la lógica del utilitarismo ni la eficacia. Y cita a Chiara Corbella: «Lo importante en la vida no es hacer algo, sino nacer y dejarse amar». Algo que siempre me ha recordado a Gabriel, el pequeñín de mis amigos Mercedes y Sergi, que vivió poco más de un mesecito, y, en el velatorio, sus padres señalaban exactamente eso: que en sus semanas de vida ya había hecho lo más importante y lo había enseñado a todos aquellos que habíamos podido conocerle: dejarse amar.
Rosini también dice que en la paciencia está la «capacidad de darle al otro el tiempo, el espacio, la posibilidad» (algo de esto os comentaba en el post sobre «Mirar sin filtros»). Y esto me lleva a otra cita, esta vez del papa, que ya os copiaba aquí, a propósito de la incompatibilidad: «El problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla».
Enrique García-Máiquez le da un nuevo brillo a la palabra «soportar» en este artículo. Ante los defectos de los otros, sus pequeñeces, su vulnerabilidad, soportar «implica llevar con paciencia, que es una de las virtudes cardinales, nada menos, y es un ingrediente de todo amor de largo alcance», pero, a la vez, es «dar apoyo, sostener, elevar».
Además de recordar la paciencia que otros han tenido con nosotros, no podemos olvidar tener paciencia con nosotros mismos en primer lugar. Paciencia y ternura ante nuestras limitaciones. Como nos miramos a nosotros, así miramos a los demás. Todos hemos sufrido en algún momento la exigencia fría y voluntarista de alguien que se estaba auto-exigiendo de un modo frío y voluntarista (y, si no lo has sufrido, es que ese alguien eras tú).
«Cuando ponemos en juego el amor que da (agapé), eso [las exigencias egoístas] desaparece –o se suaviza, al menos–, tal vez porque, al dar y darnos nos percatamos de que nosotros mismos somos también incapaces de colmar la felicidad del otro. Nos situamos en esa mirada comprensiva, de un amor más real, que no huye ante lo que le raspa o le contraría, y que agradece, también con la vida, que la otra persona tampoco salga corriendo ante sus pequeñeces»
¿Qué aporta la amistad al amor?
Cómo ser paciente cuando no tienes todo el tiempo del mundo
Fabio Rosini recomienda pensar en cómo es paciente Dios. También dice —muy bien visto— que Dios puede ser paciente porque tiene todo el tiempo del mundo, es eterno, y, claro, precisamente nuestra impaciencia viene muchas veces porque para nosotros el tiempo es limitado. Pero añade que «somos pacientes con el prójimo cuando tenemos muy presente cuánto nos ha perdonado Dios, toda la paciencia que ha ejercitado con nosotros».
Además de esto, la paciencia es un fruto del Espíritu Santo, así que también podemos pedirlo, como regalo, sin olvidar esto que recoge un vídeo de CDL citando la peli Sigo como Dios: «¿Si alguien pide paciencia, Dios le da paciencia o le ofrece la oportunidad de ser paciente?».
Avaros de instantes que intentamos acumular, muchas veces sufriendo por lo que ya ha pasado y por lo que vendrá, vemos la vida como una lucha contra el tiempo, pero el tiempo es un aliado, como dice Javier Gomá —y también María Álvarez de las Asturias en Más que juntos—. Solo en el tiempo podemos ir desvelando nuestra intimidad y eso es lo que nos hace capaces de construir relaciones sólidas y no de fast food.
Ante nuestros reiterados y agobiones «No tengo tiempo» me gusta recordar de vez en cuando lo que decía san Juan Pablo II (a quien no por casualidad llamaban “el grande”): «Todo mi tiempo es libre».
Foto de Edward Howell en Unsplash
Muy bonito
Me gustaMe gusta
¡Gracias!
Me gustaMe gusta