«Nada es verdadero, todo es relativo. Nada es verdadero… salvo este axioma». Recuerdo leer este «chiste-reducción al absurdo» en un folletito en mi adolescencia. Creo que desde entonces me quedó claro que el relativismo (y sus primos-hermanos: el escepticismo, el emotivismo y el subjetivismo) era un sinsentido. Para entonces, ya me lo había topado también en mis debates con mis compañeros de colegio. [«Lucía, bueno, esa es tu opinión». «A ver, Pepi, si está lloviendo ahora está lloviendo, no es una opinión, es un hecho»]
No hay que vivirlo todo para conocerlo
«Cómo puedes hablar de algo que no has vivido». Era otra de las frases frecuentes que me decían mis compañeros en clase cada vez que salían temas candentes a debate.
Cuando en nuestra manera de entender el mundo —e incluso nuestra propia vida— nos instalamos en el relativismo y en el subjetivismo, donde no hay verdad (o donde cada uno tiene “su” verdad), entonces parece que no puedes hablar de nada si no es desde tu experiencia.
Ante cualquier tema, quedas automáticamente descalificado si «No lo has vivido» o porque «Cómo puedes opinar si no lo has probado».
Hace unos años, el crítico de cine Jorge Collar escribió en la revista donde trabajo sobre si existe un «dolor patrimonial». Lo hacía a raíz de las críticas a la peli Detroit. Se habían echado a la yugular de Kathryn Bigelow, la directora, por ser una mujer blanca y de buena clase social haciendo una película sobre un conflicto de gente de raza negra. Bigelow se había defendido así de los ataques recibidos: «Quizá yo no soy la persona más indicada para abordar este tema, pero nadie lo ha hecho en los cuarenta años que han pasado desde los sucesos». Collar lleva su defensa más allá. Desde entonces me he acordado muchas veces de este texto, que sirve para el tema de la raza y para tantos otros.
Como si para ser capaz de curar un cáncer un médico debiera pasar la misma enfermedad.
Como si fuera necesario probar veneno para poder decir con autoridad que el veneno mata.
Como si el ser humano no fuera capaz de reconocer que hay injusticias que interpelan aunque no las sufra en propia carne.
Si no podemos conocer más que lo que experimentamos en propia piel, nos situamos en un nivel de madurez escaso. Mariolina Ceriotti, en Cásate conmigo… de nuevo, hablando de la educación en el perdón, explica que los niños tienen «un pensamiento egocéntrico y autorreferencial: es un pensamiento concreto, que apela a la experiencia, que no sabe funcionar por hipótesis ni es capaz de captar realmente el punto de vista del otro. Su horizonte está centrado en sí mismo». Y añade: «Por eso, los adultos tienen el deber de ayudarle a salir de esta autorreferencialidad, para darle acceso a una perspectiva más amplia». Antes ha explicado que la capacidad de empatía, «esa capacidad de sintonizar con el punto de vista de otra persona, no solo con la mente sino también con el corazón» no es automática, y se tiene que educar. Pero si no admitimos nada más que nuestra propia experiencia como baremo universal… esto se vuelve misión imposible. Nos quedamos cada uno aislados en nuestra individual y personalísima percepción del mundo.
Si no podemos conocer la verdad solo podemos hablar de lo que cada uno siente, piensa, experimenta. Y es cierto que por la experiencia conocemos, aprendemos, pero no todo.
Curiosamente, esa “verdad propia” acaba muchas veces absolutizándose y medimos a los demás y todo lo que sucede desde “nuestra verdad”. Porque el hombre necesita conocer para moverse por la vida, necesita saber, necesita referencias y certezas. Puede abrirse con honestidad a buscarlas y descubrirlas o puede tranquilizarse la conciencia con medias verdades o mentiras a secas.
Así que por un lado, negamos que exista algo como “la verdad”, pero en el día a día funcionamos a base de convertir en leyes universales experiencias personales. Luego hablaré más de eso.
Ser escéptico en la práctica es difícil
En la práctica realmente es imposible ser escéptico, pero la gente va como de que sí. Se nos llena la boca negando que haya verdades universales sobre el ser humano. Todo depende de cada cual, de lo que te mueve en ese momento, de las circunstancias en las que te ha tocado vivir… pero, si realmente eso fuera así… ¿cuáles son las razones por las que eliges una opción y no otra? ¿Estamos totalmente determinados por las circunstancias?
¿El escepticismo es lo mejor para las relaciones? No, no lo creo. Si quitas la capacidad de verdad ¿para qué el diálogo? ¿Para qué un proyecto en común? Si todo da igual. O, mejor dicho, si lo de los demás da igual porque la verdad es la mía.
¿Qué te asegura (y a quien tienes cerca en la parte que les toca) que no vas a estar cambiando de opciones vitales cuando algo deje de compensarte o te raspe un poco? Es imposible comprometerse si negamos que existe un bien objetivo y no sólo bienes individuales y subjetivos. Tú eres un bien para mí ahora… pero ¿en 10 años? Hombre, me gustaría, pero… si estás enfermo la cosa cambia; si ya no me emocionas, me busco algo mejor; si no paramos de discutir, mejor me planteo rehacer mi vida…
Deseos como verdades… y como derechos
Podemos acabar por este camino en una moral basada en los deseos. Y un paso más: basada en deseos que encima a veces queremos que se reconozcan como derechos. Ya no es «Hakuna matata, vive y deja vivir», sino que, al intentar convertir los deseos en derechos, estamos volcando como un tema político realidades que a veces son de ámbito puramente privado. Este tema de deseos que acaban siendo derechos lo aprendí de este magnífico ensayo de Ángel J. Gómez Montoro (por si os interesa una explicación de un catedrático de Derecho, mejor que la mía, obviamente).
Lo voy a intentar explicar con un ejemplo y algunas reflexiones añadidas:
Una persona decide que quiere ser infiel, porque es su deseo. Su moral la marcan los deseos y decide seguir esa ruta. No siente que haya un bien objetivo que tenga que respetar y que sea más importante que su deseo. Un paso más sería decir «En realidad creo que la infidelidad es un bien no solo para mí y debería ser un derecho. Admito que no todos van a querer ser infieles, pero, chico, el que quiera, que lo haga y que tenga su derecho reconocido». Suena absurdo, ¿verdad? Más aún cuando vemos que, en este ejemplo, cumplir ese deseo conlleva unas consecuencias directas que son injustas y dañinas para terceras personas (cónyuge, hijos…). Las leyes, el derecho, no están para proteger deseos personales, sino para proteger bienes.
Ahora bien, al final, cuando queremos un reconocimiento de algo como derecho, se está buscando un reconocimiento social. Esto es interesante, porque creo que a esa persona infiel en realidad no le vale con darse su propia ley, sino que busca una ley externa que le “reafirme” de algún modo que lo que hace está bien, es bueno. Y en el fondo, fondo, uno sabe cuándo se está autojustificando y autoengañando, aunque es verdad que la conciencia se va oscureciendo en la medida en que la vas deformando. Pero por eso creo que a veces se buscan esas justificaciones externas. Cuando negamos la ley inscrita en nuestro corazón, cuando nos comemos con patatas la ley natural, no desaparece la ley, sino que la sustituimos por otra. Buscamos algo a lo que amarrarnos, algo más que mi propia confirmación de yo conmigo mismo y ante mi conciencia (dañada), algo como el aplauso de los demás, el comodín del público.
Alguien podría decir: «Que la infidelidad sea un derecho no te está obligando a ser infiel». No me está obligando a ser infiel, pero me está imponiendo una manera de ver las relaciones de pareja que dice: «La infidelidad es algo bueno». Y si se me ocurre opinar lo contrario, tal vez habrá consecuencias. Por supuesto, que no se me ocurra escribir sobre la fidelidad, promoverla, hablar bien de ella, ni nada por el estilo… porque algunos sentirán que su “derecho a la infidelidad” está siendo amenazado por mis propias convicciones. Y entonces se verá si realmente hacer de un deseo un derecho es algo justo o no, conveniente o no, si afecta solo a los que tienen ese deseo o si, en verdad, impacta (para mal) en toda una sociedad.
[Ahora, donde hablo de infidelidad, poned cualquier otro tema en el que un deseo se ha convertido en un derecho. Cuadra, ¿verdad?]
La capacidad de conocer
Miramos alrededor y parece que el relativismo lo invade todo. Nos puede entrar la desesperanza y la frustración, con razón, porque es difícil el diálogo cuando no se admite que hay una meta a la que llegar, juntos. Pero hay motivos para la esperanza. Al menos dos:
- El relativismo se acaba comiendo a sí mismo. Nadie puede ser relativista / subjetivista de manera coherente en cada aspecto de su vida.
- El ser humano tiene capacidad de conocer la verdad.
Y la verdad «no es un adorno intelectual sino una necesidad vital: solo se sobrevive en la verdad», afirma José Ramón Ayllón en Filosofía mínima. Y añade:
«La experiencia nos enseña que solo se puede vivir entre verdades, aunque sean parciales y estén mezcladas con ignorancias y errores. Por tanto, frente al escepticismo es preciso afirmar un realismo crítico que admita el conocimiento contrastado de la verdad»
Tenemos la capacidad de conocer la verdad. Y necesitamos conocerla.
Para vivir una vida plena.
Para ser libres.
Para amar.
Ojalá no lo olvidemos.
Nos jugamos mucho.
Disclaimer: Este tema del relativismo y sus primos-hermanos es mucho más amplio y más complejo, aquí solo he pretendido dar unas pinceladas y abrir unas preguntas y reflexiones. Espero que no desdiga de mi licenciatura en Filosofía el esfuerzo por contarlo de manera sencilla. Si queréis leer más sobre esto, decidme y os paso bibliografía para profundizar.
Foto de Alex Shute en Unsplash
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