Los felices veinte. Mis felices veinte. Parece que ha pasado una vida en una década.
He estudiado dos carreras y he disfrutado a tope la vida universitaria. Mis primeras experiencias laborales han sucedido también en estos años, con todos los aprendizajes que eso conlleva.
El sueño de mi infancia de ser escritora se ha materializado en Me debes un beso —mi primera novela publicada—, mis primeros reportajes para una agencia —aún siendo estudiante— y, después de mucho tiempo en mi lista de propósitos de año nuevo, en un blog. Pero también me he dejado sorprender por sueños no planeados: desde hace tres años disfruto de la docencia —algo que pensaba que no era para mí— gracias a grandes maestros que me dieron la oportunidad y me animaron a lanzarme a ser profe, con todo lo que me está enseñando y con todas las cosas buenas que me trae —aunque también quebraderos de cabeza… ¡ay, esa ortografía!—.
Ayer por la mañana aparecieron en mi oficina dos de mis alumnas del año pasado con este ramo de flores precioso. Me quedé alucinada. “Nos hemos enterado de que esperas un bebé…”.
Os lo cuento aquí ➡️ https://t.co/nnOMfyEmRp¡Gracias, chicas! 😍 pic.twitter.com/YbQ3RDSm0c
— Lucía M. Alcalde ﻥ (@Luciamalcalde) January 31, 2019
Treinta años suena a adultez. Y me doy cuenta de que, aunque no es solo cuestión de tiempo, hay “casuística de mayores” a la que te enfrentas tarde o temprano, quieras o no —aún me sorprende escucharme a mí misma en conversaciones sobre hipotecas, el cole del niño o la declaración de la renta—. Pero la madurez es más que eso y es más que el tiempo pasando. Es construir, coger las riendas de nuestra vida. Y, si en este proceso, me doy cuenta de que me estoy “haciendo muy mayor” —en el sentido de los adultos retratados por El Principito—, menos mal que tengo interiorizado el cuento de Saint-Exupéry y reacciono —más o menos— rápido. Así vuelvo a recordar que «lo esencial es invisible a los ojos» y que lo más importante que puedo hacer en esta vida, donde puedo dejar más huella, es en esa elección de la rosa del jardín entre mil rosas, en la creación de lazos, en cuidar los ritos.
He construido amistades que durarán siempre: con ellas he compartido las cosas más cotidianas pero también he tenido el privilegio de verlas tomar grandes decisiones vitales, nos hemos visto crecer, nos hemos enfadado y nos hemos reconciliado queriéndonos aún más, me han enseñado mucho más de lo que sospechan y, aunque muchas ahora están lejos, sigue bastando un comentario, una mirada, para vislumbrar lo que cada una lleva dentro. Además, gracias a Dios, año tras año no dejo de conocer gente maravillosa y de disfrutar de “días de personas”.
Me he casado con el hombre más genial y más guapo del mundo. Hemos tenido un hijo y he publicado una novela. Y ahora estoy gestando otro hijo y otra novela. (Aún no he plantado ningún árbol, aunque antes de intentarlo tal vez debería conseguir que no se mueran las plantas de nuestra terraza).
Resulta complicado medir estas cosas, pero creo que mucho de lo aprendido en mis felices 20 se ha dado desde el inicio de la aventura en 2015, gracias a ser esposa y ser madre. ¡Y lo que queda!
Cada vez que tengo que organizar algo abro un excel —marido ingeniero, recordemos— y el orden de mi habitación causa asombro en quienes han convivido conmigo (este punto debería bastar para hacer creer en el poder del amor a cualquier cínico). Aunque mi calendario sigue teniendo eventos que se solapan y en mi navegador actualmente hay 25 pestañas abiertas.
Estoy aprendiendo a reconocer mis límites, que no llego a todo, y a decir “no” (a veces, al menos).
Estoy aprendiendo a confiar más y a no dejar de decir “sí” a aventuras y líos que valen la pena.
Un año o dos antes de cumplir los treinta he conseguido grandes logros que aumentan mi sensación de adultez: he aprendido a maquillarme (nunca es tarde), me he sacado el carnet de conducir, he empezado a usar paraguas para la lluvia y, a veces, como la fruta con cuchillo y tenedor.
Sin duda, la palabra que más se me viene al corazón y a los labios al pensar en esta última década es gracias. Por todos los regalos recibidos estos años. Porque muchas veces mi único mérito ha sido ser capaz de verlos y acogerlos y seguir construyéndolos, pero primero fueron un don inmerecido. Ojalá seguir viviendo con el agradecimiento como actitud vital: en las cosas grandes y en las cosas pequeñas. No dejar de cultivar ese asombro y esa admiración —los peques lo hacen muy bien— que lleva a descubrir regalos en todo.
Treinta años. Me siento muy abuela sauce cada vez que digo algo tipo «¡Qué rápido pasa el tiempo!». Pero es una realidad. Y a veces da vértigo. Pero entonces miro a Pablo y canto, aunque sea en mi interior:
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