«¡Cuidado! Soy escritor. Cualquier cosa que digas o hagas puede ser utilizada para una novela o un artículo». Una amiga me pasó un cartel con esta advertencia y estuve tentada de colgármelo sobre el pecho. Quienes escribimos por pasión —y, a veces, empujados por algún tipo de necesidad— conocemos lo que supone llevar el radar encendido, dispuestos a captar un rostro, una frase, una escena. No queremos perdernos nada de los mundos que caminan, pelean y sueñan a nuestro lado.
Este afán se sitúa lejos de la curiosidad de telebasura y al otro lado de las narices husmeadoras y de las miradas analíticas que buscan la mancha de cava en el mantel. Se trata, más bien, de una disposición a dejarse sorprender que acaba desarrollando la musculatura facial para ser capaz de abrir mucho los ojos y redondear la boca en un gesto de admiración varias veces al día.
La capacidad de asombro de los niños, sí, pero con un paso más: hay que saber qué se mira y cómo se mira, y en esa mirada pesar el valor de cada gesto, cada acción y cada sentimiento. Se vuelve indispensable para esta misión entablar largas conversaciones de esas de mirarse a los ojos sin miedo y también leer a Shakespeare —y a Cicerón, Salinas, Agustín, Brontë y Dostoievski.
Todo esto forma parte de la rutina apasionante de un escritor. Podría incluirse dentro de lo que el director y guionista Rodrigo Cortés llama “escritura invisible”: cuando las palabras se encuentran todas juntas y mezcladas en la cabeza, las ideas vuelan e interaccionan entre ellas y todo constituye una masa amorfa. Más tarde es necesario el momento de mancharse las manos, sentarse e ir dando forma a un texto con golpes concretos y precisos sobre la materia que la admiración ha ido coleccionando. Con cinceles rigurosos o a veces a martillazos, para que se desprenda un bloque entero que sobra y entorpece que el texto luzca. Para poner en palabras mundos infinitos.
- A los que os guste escribir: no os perdáis La escritura como modo de vida, del grandísimo Paco Sánchez. Un breve ensayo que todos los que nos dedicamos a comunicar de una manera u otra deberíamos tatuarnos en el corazón y en la piel para guiarnos siempre según las líneas que propone. Tiene miga. Gracias mil, Paco.
Para abrir el apetito, os dejo los dos primeros párrafos:
«Hace unos años, cuando me preguntaban por las cualidades que debería poseer un estudiante de periodismo, un buen periodista o cualquier comunicador, solía responder -con el énfasis excesivo de quien piensa que ha descubierto el Mediterráneo- algo así: “Un buen comunicador no es aquel que domina unas técnicas o destrezas más o menos mecánicas, sino quien es capaz de: saber mirar, saber escuchar, saber pensar, saber expresar aquello que ha mirado, escuchado y pensado”.
Añadía a estas cuatro cualidades una más: “El buen comunicador es aquel que tiene un conocimiento profundo de qué es el hombre y del mundo que le rodea. Algo que no puede resumirse en una mera cultura superficial, en el sentido más manoseado de la palabra: es verdadera cultura, no erudición”.»
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