El cuerpo de una madre

Como canta Izal, un hijo es una “pequeña gran revolución”. Y empieza en el momento en que es concebido. Desde el primer día madre e hijo se envían señales. Esto es lo que permite, un poco más adelante, que el cuerpo de la madre no rechace el cuerpo “extraño” que empieza a crecer dentro de ella. Como si el hijo dijera: “Mami, soy yo, no te preocupes”. El cuerpo de la madre aprende que la novedad que comienza en su interior no es una parte de sí misma y que no es peligrosa. Estas son las primeras conversaciones materno-filiales, es lo que los científicos llaman “diálogo molecular”. No es muy romántico pero es muy real. Empieza la revolución.

Aunque la madre no es consciente de estas charlas, es muy posible que pronto note la presencia de un inquilino: náuseas como de estar en un barco embestido por Moby Dick, un sueño y un cansancio de velocidad bostezo por minuto, aumento de visitas al señor Roca como si te hubieras tragado un embalse. Luego están los calambres a horas intempestivas de la madrugada, el misterioso caso de los tobillos que desaparecen —porque son del mismo tamaño que tus gemelos—, y otros tantos síntomas posibles.

Por supuesto, la tripa va creciendo. El pasajero y todo su equipaje necesitan su espacio. Y tú, al mirarte al espejo, tendrás sentimientos variados: la admiración y el orgullo por esa curva que semana a semana va pronunciándose se mezclan con una especie de nostalgia y pena de decirle adiós a tu cuerpo tal y como lo recordabas hasta ese momento. No volverá a ser el mismo.

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Con mi cuerpo de madre, cinco días antes de que naciera Jaime.

Da igual la cantidad de cremas antiestrías-anticelulitis que uses, si tienen centella asiática o pelo de unicornio; la mayoría de nosotras no nos libramos de esas marcas, y llega el post-parto, con las hormonas montándose una verbena, y frente al espejo casi ni te reconoces. ¿Dónde está mi pecho? ¿Y mi anterior vientre? ¿En serio estas líneas rojas y blancas que rayan muslos y tripa se van a quedar para siempre conmigo?

Si conseguiste librarte de la tiranía y la presión de la imagen pasada tu adolescencia, puede que en esta ocasión te vuelva a presentar batalla. Los cuerpos de mujeres con los que nos bombardean desde los anuncios, las series, las películas, las revistas, muchas veces no son cuerpos de madres. Tú tienes que saberlo. La sociedad debe saberlo. Comer galletas de chocolate durante el embarazo no es “no haberse cuidado” —suficientes molestias tienes como para comer galletas integrales, oye—; tampoco vale sentirse culpable por no recuperar un vientre plano en 40 días —no pasa nada si no entiendes cómo se las arregla Pepita Powell para hacer dos horas de hipopresivos diarias, yo tampoco me lo explico—. A veces «Niño de dos años» es la mejor respuesta a la pregunta, «¿Qué deporte haces?», como suele comentar un amigo. El mundo debe saber que la curvita en el vientre es femenina y natural, puede que más pronunciada después de un embarazo, sí, pero eso no es motivo para mirarla suspicazmente —ni mucho menos para aventurarse a dar la enhorabuena o a preguntar de cuánto estás.

Tu cuerpo cambia. Y no solo externamente. Ese “diálogo molecular” de los primeros días adquiere niveles de disquisiciones filosóficas. El bebé deja una huella en el cuerpo de la madre hasta a nivel celular.

Me pasa a veces: miro a Jaime, gateando a todo trapo, dando sus primeros pasos, diciendo sus primeras palabras, riéndose de manera contagiosa… y me maravillo al recordar que sí, esta personita estuvo dentro de mí. Y es ahí cuando caigo en la cuenta de que claro que mi cuerpo se revolucionó. Llevar un ser humano en tu vientre no es cargar una mochila, ni —perdón por la comparación— tener piedras en el riñón. Es algo totalmente diferente.

Y es algo totalmente bello. Incluso cuando tu piel piel parece una bandera del atleti. En uno de esos momentos terribles de «¡Pero estas estrías no me las había visto!» me vino a la cabeza un verso de una canción de Revolver —que no habla ni de la maternidad ni del embarazo, pero que a mí me pareció que podía aplicarse al caso—: «Los surcos que el amor hará en tu piel». Eso son mis estrías, efectos colaterales de amor del bueno hecho carne, heridas de guerra de la aventura dentro de la aventura.

En el precioso libro navideño de Enrique Monasterio leí una idea que, desde la maternidad estrenada, tiene más sentido para mí: cada hijo ve a su madre como la más guapa de las mujeres, por eso una mujer es más bella cuantos más hijos tiene, porque son muchas las miradas que la embellecen.

Y añado: no solo la mirada de los hijos, sino los ojos del amante, capaces de percibir en cada nuevo surco, en cada nueva curva, la huella de un misterio, de un regalo, ante el que solo cabe el asombro, la admiración, la alegría, el agradecimiento y el amor.

4 comentarios en “El cuerpo de una madre

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