Un domingo estaba sola con los niños. Como siempre hacemos los fines de semana para recoger la cocina tras el desayuno, puse música de mi lista más reciente de Spotify. Y de repente me vi en la paradójica situación de estar fregando y preparando la comida al mismo tiempo que sonaba «Así bailaba», de Rigoberta Bandini.
«Pero no pudo lavar porque tenía que bailar».
Ignacio la cantaba mientras coloreaba un dibujo y me decía que esa canción le gustaba mucho y tarareaba «Así bailaba así, así». Algo dentro de mí se alegró de que muchos niños ya solo conozcan esta versión de la canción.
Pero, como siempre que la escucho, se me activaron los pensamientos contradictorios —tan contradictorios como el hecho de estar limpiando un biberón cantando a la vez «Ni lavar, ni planchar, ni barrer, ni guisar…»— que siempre me surgen con esta canción.
Entiendo la reivindicación. Y me gusta la vuelta que se le ha dado a la canción original en la que una niña no puede jugar ningún día de la semana porque tiene que realizar diferentes tareas del hogar. Claro que los niños pueden contribuir en las cosas de la casa, pero no es su responsabilidad estrictamente hablando. Y mucho menos si eso va en detrimento de lo que tienen que hacer, como niños que son: jugar y aprender, que muchas veces es aprender jugando y jugar aprendiendo (también con las tareas del hogar, de hecho).
Así que entiendo el punto de la canción. Y no seré yo quien le diga a alguien que no tiene que bailar (con lo que me gusta). Supongo que lo que me chirría es la contraposición innecesaria. Antes por un lado (la pobre niña que «no pudo jugar porque tenía que planchar»), ahora por otro.
En estos pensamientos estaba cuando Jaime que, a todo esto, me ayudaba con la cocina, —desde hace un par de semanas le ha dado por querer aprender a hacer cosas de casa—, se pone a mi lado y me pregunta: «¿Por qué dice la canción que no hace nada de eso: “ni planchar, ni lavar, ni fregar, ni coser”?».
Mientras cortaba cebolla para unos ricos macarrones a la carbonara (via Thermomix), mi respuesta fue algo así: «No sé muy bien por qué lo dice. Porque si nadie lava ni cocina… ¿Qué va a comer la gente? ¿Cómo va a estar la casa? A lo mejor dice eso porque no sabe que se puede fregar mientras se baila, como hacemos nosotros. O que puedes hacer primero una cosa y luego otra. ¡Hay tiempo para las dos!».
No creo que Rigoberta tenga en mente con esta canción despreciar las labores de cuidado. (Ella misma, en esta entrevista dice: «Mis letras no son para esculpirlas en piedra y que sea eso el manuscrito de la humanidad. Yo escribo imágenes que me vienen y creo que lo bonito es que el público lo reciba desde el amor», y creo que hay que escucharla con esa clave interpretativa). Además, no le pega despreciar el cuidado a quien ha escrito algo como «Ay mamá», donde el «a ti que siempre tienes caldo en la nevera, tú que podrías acabar con tantas guerras» es una síntesis preciosa de ese cuidado cotidiano hacia quienes queremos, prosaico, sin brillo, pero que puede estar cargado de tanto amor, de tanta relevancia para las personas que más nos importan.
Pero la anécdota en nuestra cocina me sirve para reflexionar sobre una preocupación recurrente: que se construya (bueno, que se potencie, porque creada ya está) una visión de las tareas domésticas como despreciables, indignas, algo de lo que liberarse a toda costa.
No soy una romántica ni idealizo las tareas del hogar. Los cubos de ropa sucia que parecen no tener fondo son mi cruz los fines de semanas. A veces me frustro cuando la comida que me ha llevado una hora preparar es engullida en 5 minutos. Por no hablar de mi lucha contra el moho. Pero no ayuda mirar estas realidades ineludibles de nuestra vida —y muchas veces costosas— con resentimiento, como una esclavitud, como una losa.
Además, si fueran tareas despreciables, no debería hacerlas nadie, ¿no? Pero el caso es que no lo son. Además, las necesitamos, al menos hasta que la Thermomix meta los ingredientes dentro del vaso y haya máquinas que limpien baños ellas solitas. E incluso en ese futuro de ciencia ficción, seguiremos necesitando las tareas de cuidado, porque somos vulnerables, porque la ternura es clave para la convivencia. Creo que somos especialmente conscientes de esto desde la pandemia.
Todo pesa más si nos olvidamos del amor, si nos olvidamos de por quién cocinamos, por quién fregamos. «Cuando de dos cosas una es la razón de la otra, la ocupación del alma en una no impide ni disminuye la ocupación en la otra», explica Tomás de Aquino. No siempre lo conseguimos, pero así debería ser. Cuando quien recibe nuestro cuidado son las personas que queremos, resulta más sencillo imbuir a la cotidianidad de poesía o música o baile o todo a la vez, cada uno a su manera. No todo el mundo tiene que bailar en la cocina, ni recitar poemas (aunque, como bien dice Manuel Casado «la poesía posee propiedades terapéuticas»), pero todos podemos encontrar belleza y poner belleza. Os lo contaba en «Cosas de casa: ¿cómo repartimos las tareas?»:
«El servicio es una muestra de amor (¿recordáis eso de «el amor es servicial»?). No de humillación ni de servidumbre. Debemos cambiar nuestra mirada que mide todo en éxito y fama, y reconocer la belleza cotidiana de esos pequeños actos que podemos hacer todos los días y que construyen nuestro hogar. Y hay belleza no porque nos dediquemos a contemplar la maravillosa armonía que surge en una camisa al eliminar las arrugas, o lo bonita que queda la estantería sin polvo, o mira qué bien se aprecia el diseño del coche después de un buen lavado… No. Hay belleza en esas acciones porque los destinatarios de ellas (además de nosotros mismos, ya que vivimos bajo el mismo techo) son las personas que más amamos (mujer, marido, hijo…). Hay belleza porque hay amor. Y cuando amamos somos más, más libres y mejores, que cuando medimos, calculamos, fiscalizamos y nos dedicamos a juzgar»
Uno de mis temas favoritos cuando hablo con amigos sobre arte y literatura es por qué a veces resulta tan complicado mostrar la bondad de manera atractiva… Con el tema de las tareas del hogar es lo mismo. Puede suponer un reto, sobre todo si queremos involucrar al resto de miembros de la familia en la misión de construir el hogar. Claramente la actitud de «Las tareas domésticas son un asco» no funciona como técnica de marketing. Enseñar a nuestros hijos a cuidar puede que sea una de las grandes lecciones que les dejemos. A cuidar unos de otros, a preocuparse por los demás, a no vivir como un verso suelto, a tener en cuenta al otro, a asumir responsabilidades a su medida…
El panorama de crecimiento es inmenso y el amor incondicional de una familia es el mejor lugar para aprender muchas cosas. De repente, uno de tus hijos te sorprende con un «¿En qué te puedo ayudar?» y te das cuenta de que no hacen falta unos padres perfectos, ni una casa inmaculada, ni unos postres de Masterchef… porque la familia es el mejor sitio donde podemos cantar «Así bailaba, así así…» mientras ponemos la mesa y cortamos zanahorias y nos reímos de las dicotomías aparentes que se superan con amor del bueno.
Por si no ha quedado claro: este artículo no es una crítica a «Así bailaba», que me encanta, ni a Rigoberta, que en este casa somos muy fans de «Ay mamá» y nos hemos aprendido hasta la coreografía de los primeros minutos.
Foto de Roselyn Tirado en Unsplash
Sencillo y cotidiano, como necesitamos recibirlo, profundo y bien argumentado, como hace falta transmitirlo.
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Qué alegría que te haya gustado, Sandra. Mil gracias por tu comentario.
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