¿Es posible el amor para siempre? 4 matrimonios explican cómo

Desde que decidí estudiar Periodismo, el artículo que siempre quise escribir era uno sobre matrimonios que se aman para siempre. Así que os podéis imaginar la emoción que sentí cuando Aceprensa me propuso escribir sobre esto. Fue un trabajo extenso, porque, como para mí era algo así como «el artículo de mi vida», quería hacerlo especialmente bien. 

Me ayudó mucho todo lo leído hasta el momento, claro; y también que tenía reciente el libro Get Married, de Brad Wilcox. Fue una maravilla también contar con voces expertas sobre el tema como María Álvarez de las Asturias, Mercedes Honrubia y Tomás Melendo. Y, sin duda, fue un regalazo poder sentarme a charlar tranquilamente con cuatro matrimonios que compartieron sus historias conmigo con toda confianza y valentía.. 

Me salió un texto larguísimo (como para un libro, nada nuevo en mí, ¿no?), y en Aceprensa cabía la mitad. Aquí está el artículo (disponible para suscriptores).

Como me quedé con la pena de no poder plasmar con más detalles las preciosas historias de los cuatro matrimonios que menciono, he decidido recopilar en el blog las partes que se quedaron fuera, para que nada de este tesoro que son sus vidas se pierda. 

Ellos son:

  • Laura y Raúl, 10 años casados.
  • Piluca y Carlos, 28 años casados.
  • Lourdes y Tomás, 42 años casados.
  • Marisol y Rafa, 53 años casados.

En el artículo de Aceprensa los llamo, con una idea de un reportaje de Le Monde, «maratonianos del amor». Plasman en sus vidas que el amor para siempre es posible. Además de eso, entrevista tras entrevista, fui constatando algo que tenían todas las historias en común, a pesar de las diferencias de ciudades, edad y circunstancias. Os lo desvelo al final, que ahora no quiero hacer spoiler. A ver si vosotros también lo percibís según vayáis leyendo sus historias.

Laura y Raúl, 10 años casados

Laura y Raúl (sus nombres son pseudónimos) se conocieron en 2012, en una especie de cita a ciegas organizada por amigos en común. En lo poco que hablaron aquella vez, sintieron que el resto del mundo se ponía entre paréntesis; que, por un instante, no había nadie más alrededor. En la segunda cena en la que les hicieron coincidir, conectaron muchísimo. Año y medio después, él le pidió matrimonio un martes cualquiera, tras salir del trabajo, en un barrio cualquiera de Madrid. «Hizo algo precioso dentro de lo cotidiano», recuerda ella. 

Cuando llegaron al punto crítico de su relación, en una discusión acalorada durante viaje en coche, con sus dos hijos en el asiento trasero, decidieron acudir a Mercedes Honrubia, del Instituto Coincidir. Cómo había llegado Laura a conocerla fue uno de esos momentos providenciales que ambos reconocen en sus vidas: a raíz de una publicación en Instagram compartida en un story de un hombre que había conocido hace años por temas de trabajo. 

Raúl también veía claro que necesitaban apoyo profesional, y, aunque no fue su caso, reconoce cómo a veces, ante una situación así, es el marido el que suele oponer resistencia. «Tal vez porque pensamos que podemos resolverlo todo nosotros con nuestras propias fuerzas», reflexiona, «pero la realidad es que, cuando lo habéis intentado solos y lo único que hacéis es tener discusiones en círculo… hay que dar el paso». Ninguno concebía otra opción: ambos tenían claro que su matrimonio era para toda la vida. Esa certeza en la que descansaban les daba esperanza y les hacía confiar.

Cuando la distancia entre los esposos es demasiado grande y, a pesar de los intentos, no se consigue salvarla, puede que haya llegado el momento de pedir ayuda. Para Laura y Raúl fue el primer paso de un camino de dos años en total que, como todo trayecto, ha tenido sus subidas y bajadas, sus recodos y sus baches. 

«Después de año y medio yendo a Coincidir, si había algún retroceso en lo que íbamos mejorando, Raúl solía decir: “¡Pero si esto es de 1º de Mercedes!”», recuerdan entre risas. Tras algunas sesiones salían llenos de esperanza; tras otras, agotados, incluyendo alguna ocasión especialmente difícil. Mercedes Honrubia les explicaba que todo eso formaba parte del proceso de aprendizaje. «Ese acompañamiento es lo que te ayuda a no desesperarte cuando aparecen esos momentos en los que las cosas no avanzan tanto como desearíais», afirma Laura. 

Raúl está de acuerdo y subraya también la necesidad de formación: «Cuando comienza tu matrimonio nadie te enseña; es como ponerte a montar coches tras terminar 8º de EGB. Has oído algunas frases típicas, que están bien, pero, cuando llegan las situaciones más complicadas de gestionar… no sirven».

«Parece que ante un problema en un matrimonio solo hay dos maneras de resolverlo: o romper con todo o tirar para adelante sin querer ver lo que está pasando», reflexiona Laura. Ellos tomaron una tercera vía. Ahora sienten que están viviendo el momento más feliz de su vida juntos.

Piluca y Carlos, 28 años casados

Cuando se conocieron, Piluca tenía 27 y Carlos diez años más («aunque siempre ha aparentado más joven», puntualiza su mujer). A ella no le impresionó de entrada. Dos amigas la habían invitado a un plan conjunto porque querían contar con su opinión sobre por cuál de las dos parecía interesarse más Carlos. Tras coincidir cinco veces en dos semanas, Carlos le dijo a Piluca: «Yo lo que quiero es salir contigo». A ella le había enamorado su «sencillez decidida», su caballerosidad y que hacía preguntas interesantes. 

Aquello fue un 31 de agosto. El 1 del mismo mes, un año después, se casaron, tras un noviazgo a distancia en el que un fin de semana sí y uno no él bajaba en su Ford Fiesta a verla a Jaén. Le había pedido matrimonio el 2 de marzo, en Torre, un pueblo andaluz, con los almendros en flor de fondo.

Como cuento en el artículo de Aceprensa, para ellos, volver a casa después del trabajo es el mejor momento del día. Allí, en su hogar, tienen todo lo que quieren. «Peli, tortilla de patata y chuches» fue el plan estrella de los viernes con sus cuatro hijos mientras estos fueron pequeños. Una vez acostados los niños, el matrimonio tenía su momento juntos con calma. «Valorar lo cotidiano está al alcance de cualquier fortuna, y el que descubre eso ya no necesita nada más, y eso te da una libertad que es imbatible», defiende Piluca.

Que su matrimonio no tiene fecha de caducidad ha estado siempre en la base de su proyecto de vida. «Yo era consciente de que quemaba las naves el día que me casé con Carlos. Y sabía que era ya todo para él», cuenta esta profesora bilbaína. Un salto, el matrimonio, posible porque en él había encontrado «un hombre de palabra; es impresionante su integridad y su lealtad. Sé que en un naufragio no se iría sin mí».

Carlos, por su parte, destaca de su mujer lo guapa, elegante y buena que es, y cómo se vuelca siempre con todo el mundo, organizando cenas en casa, ayudando a quien lo necesita… Cuando la conoció, vio que era alguien con quien poder compartir el proyecto familiar que deseaba. «Si tu proyecto familiar es de una manera determinada, tendrás que buscar a alguien que te acompañe en eso», añade. También subraya la importancia del noviazgo y de elegir bien a la persona con quien dar el paso al compromiso conyugal. «El que acierta en el matrimonio acierta en todo», recuerda Carlos que solía decir una señora que trabajaba en casa de sus padres. En relación con esto, su mujer subraya el peligro de que la gente se case sin haber tenido las conversaciones relevantes necesarias.

Ambos explican que, al casarte, tienes que aprender a ser feliz dándote y tener voluntad de que salga bien, y Piluca anima a Carlos a compartir su teoría sobre el matrimonio: una fórmula en la que un uno pequeñito más un uno pequeñito dan igual a un uno grande. «Los unos chiquitines somos cada uno de nosotros y el uno grande es el proyecto familiar. Así, las cosas pequeñas del día a día que pueden a veces parecer muy tremendas, si las comparas con lo que hay al otro lado del igual, ya ves que no es para tanto».

«Quiéreme cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite» es casi un lema en la vida de Piluca y Carlos. Cuando se enfadan, a ella se le nota; él es más de callarse, pero destaca cómo ella, a pesar del enfado, sigue «en su papel de mujer y de madre». «Hay que sobreponerse al orgullo», explica Piluca. «En situaciones así me pregunto: “Pero a ver, ¿yo qué quiero? ¿Quiero ganar el punto?”. Y te das cuenta de que no pasa nada por ser quien da el primer paso de acercamiento». También confiesa que la fe ayuda mucho a afrontar los momentos de desencuentro, y que, aunque ella es de naturaleza impulsiva, gracias a Carlos se ha vuelto más reflexiva. Además de pedir perdón, subraya que es importante que el otro vea que estás poniendo todos los medios para no volver a caer en lo mismo.

Piluca y Carlos tienen cuatro hijos, pero, además, durante un tiempo se involucraron en la crianza de seis sobrinos, para ayudar a un hermano de Carlos cuando se quedó viudo. Ella se vio con 34 años y 10 niños a su cargo, llenando tres carros de la compra cada vez que iba al supermercado. «Me estaba superando un poco la situación, hasta que decidí que tenía que vivirlo con alegría y empezar a divertirme con las circunstancias», recuerda Piluca. Disfrutar y sentido del humor: dos ideas que se repiten en la conversación con este matrimonio y que atestiguan sus miradas cómplices y sus carcajadas recordando anécdotas de una vida vivida como aventura.

Lourdes y Tomás, 42 años casados

Tomás Melendo se casó hace 42 años con Lourdes. Siete hijos y quince nietos después, lo que más les gusta hacer juntos es «estar juntos». «Todo, incluso lo que me gusta menos o no me gusta, se vuelve estupendo si lo hago con ella», explica Tomás. Menciona la afición reciente de su mujer a la costura, y cómo él disfruta, simplemente, de estar sentado a su lado mientras ella cose. También les encanta ir al cine; la última película que han visto ha sido Wolfgang. Asimismo, tienen un gusto especial los retornos a casa, «sobre todo si voy a estar a solas con ella», dice Tomás: los de cada día y los de después de los viajes (en especial después de varios días fuera).

Se conocieron en 1981, en casa del padre de Lourdes, cuando tenían ella 29 y él 31 años. Tomás la invitó a desayunar y acabaron enlazando con la comida. Tras un día entero juntos, hablando de todo, Tomás volvió a su casa diciéndose: «¡Qué capacidad de amar tiene esta mujer!». También le habían impactado su belleza, su elegancia, su alegría y su dulzura. La primera impresión para Lourdes fue que Tomás era maravilloso: «Una persona extremadamente delicada en el trato y un gran conversador, con una gran capacidad para darse cuenta de lo que le pasa a la gente»; rasgos que sigue destacando hoy de él. 

El buen humor se encuentra en los tres ingredientes que propone Tomás, pedagogo y catedrático de Filosofía, para un matrimonio que dura feliz. A esto le añade el «buen amor», que, explica, debe estar «centrado en la persona de nuestro cónyuge, que es siempre, siempre, siempre amable, digno de ser amado; rumiar una y otra vez la belleza de la persona del cónyuge, sin cansarse. Y aprender a disfrutar con ella». El tercer elemento es el «buen discernimiento» para distinguir entre «las diferencias, las limitaciones y los defectos, y manejar cada uno de ellos como le corresponde».

Ambos son unos apasionados del matrimonio, y también por eso, hace veinte años, Tomás, apoyado siempre por Lourdes, puso en marcha Edufamilia, una asociación sin ánimo de lucro para apoyar a los matrimonios y las familias en su misión (podéis echar un vistazo a sus cursos online y también a las clases en abierto en YouTube).

En momentos de desencuentro, les ayuda recordar la confianza mutua que se tienen. Lourdes añade: «Me repito a mí misma que el otro no hace lo que hace o dice lo que dice a mala idea e intento no rebotarme de entrada. Lo pienso con calma y, si hay algo en lo que creo que no tiene razón, lo hablamos». Bien vividos, esos momentos de “roce” pueden contribuir a construir la unión, como explica Tomás: «Siempre el resultado final ha sido de más cariño, más cercanía, más intimidad».

En su cuarenta aniversario de boda, sus hijos y sus nietos se volcaron para la celebración, que, además, coincidió el mismo año del 70 cumpleaños de Lourdes. «Estuvimos dos meses como flotando», cuenta el filósofo. En el centro de esta extensa familia está su amor matrimonial, que siempre han procurado priorizar. Tomás, por ejemplo, renunció a ascensos en el trabajo que le habrían impedido comer todos los días con Lourdes (ya que, durante muchos años, ese era su momento especial para poder estar solos los dos con calma).

«Con cada nuevo matrimonio renace la humanidad», afirma Tomás, y añade: «No es una frase bonita, sino una realidad que depende de cada uno de los cónyuges: de mí y de Lourdes, en nuestro caso».

¿Una receta para un amor que dure feliz para siempre? «Levantarse cada mañana con la ilusión de terminar el día más enamorado del cónyuge. Y pensar en algo concreto que puedo hacer para mejorar ese amor».

Marisol y Rafa, 53 años casados

Marisol y Rafa, como los personajes de Up, tienen cada uno su sillón. En sus primeros años de casados, en Suiza, a ella le gustaba cambiarlos de sitio de tanto en tanto. Se habían conocido allí: ella, del Bierzo, se había reunido con sus padres a los 16 —tras unos años sola cuidando de sus hermanos en España—; él, de Albacete, fue con un grupo de amigos a trabajar a Schaffhausen. Se vieron en los guateques que organizaban los españoles. A Marisol le llamó la atención que él era muy formal, «alguien en quien se podía confiar». Se casaron en Beriain (Navarra) en 1972, con 25 y 27 años. 

Marisol se ríe ante la pregunta del nido vacío. Aunque también disfruta mucho de sus nietos: ya es tradición que los martes vaya a su casa a hacerles tortitas. Tampoco a este matrimonio de Albacete les ha afectado otro de los motivos que se listan como causantes de las separaciones pasados los sesenta: la jubilación. A día de hoy, Marisol y Rafa siguen trabajando, con 77 y 80 años, en la tienda de numismática de la que se hicieron cargo cuando volvieron de Suiza, en 1978. 

Desayunan juntos, «con la mesa bien puesta», él se va a la tienda a las 9, ella aparece a las 11 menos cuarto, tras ocuparse de las cosas de la casa, y se marcha a la una y media para preparar la comida. Si Rafa tarda en llegar a la hora de comer, Marisol se preocupa. Él vuelve a la tienda por la tarde, incluso los sábados, y algunos domingos por la mañana. Su secreto para tantas décadas de vida y trabajo en común es el respeto, sin intentar cambiar al otro: «En la tienda, mi mesa siempre está revuelta, bueno, ordenada a mi modo. Su mesa está impoluta. Pero él no viene a mi mesa a decirme cómo tengo que hacer las cosas ni yo voy a la suya», cuenta Marisol. 

Otros ingredientes con gran presencia en su matrimonio son la confianza mutua y la admiración. Y cómo intentan siempre cuidarse, pensando en el otro. «Cuando Rafa viajaba por trabajo, el fin de semana nos quedábamos en casa, aunque los niños solían pedir hacer algún plan especial, pero yo sabía que él agradecía un poco de tranquilidad», recuerda Marisol.

También se cuidan en los detalles: Rafa sigue llamando todas las Navidades, todos los días de los enamorados y todos los cumpleaños a su hija Paula para que le dé ideas de qué regalarle a Marisol.


Si habéis llegado hasta aquí, queridos lectores, espero haber logrado transmitir aunque sea una décima parte de la belleza y la fuerza de las historias de estos cuatro matrimonios. 

¿Habéis adivinado ya cuál es uno de los elementos presentes en las cuatro historias? Seguro que hay más de uno, pero, en los días en los que les estuve entrevistando, uno en especial me saltaba frente a los ojos continuamente: cómo viven lo ordinario, lo de cada día, como un regalo. Y no por un esfuerzo heroico y a contrapelo de pintar de rosa lo gris, sino porque luchan por impregnar de amor (y cada día más amor y amor del bueno) cada uno de esos días. 

La llegada al hogar como fiesta; los “pequeños” planes tan disfrutados que se quedan en la memoria para siempre; el estar, simplemente, en compañía del otro; el compartir la vida y saber que ambos estáis arrimando el hombro para que sea para siempre.

Mientras escribía el reportaje, me topé con esta frase de Chesterton: «La cosa más extraordinaria en el mundo es un hombre ordinario y una mujer ordinaria y sus niños ordinarios». También en esas semanas releí algunos apuntes que había tomado de El señor Marbury, que me recordó a esa frase del escritor inglés: «Lo de ordinarios se lo dijo el señor Marbury en el sentido de habituales o cotidianos, pero el filo de las palabras es tan sutil que, a poco que uno se despiste, la ordinariez comparece donde solo estaba convocada la normalidad».

Y es verdad que a veces pensamos en lo “ordinario”, no sé si como “ordinariez”, pero al menos como algo soso, sin brillo, poco deseable. Nada que ver con las historias de estos cuatro matrimonios (y de tantos como ellos). Su cotidianidad está más bien en la línea de que, siguiendo con la novela que acabo de citar, «en todo lo rutinario hay una mínima oportunidad para la sorpresa» y que a la sorpresa «hay que esperarla siempre. Si no lo haces, no la reconocerás cuando llegue».

Por eso, en sus testimonios, aparentemente tan “normales”, se trasluce una épica luminosa, a poco que tengas la oportunidad —como la tuve yo— de escuchar a estos bailarines de la vida, expertos en conjugar con sus pasos la belleza de lo cotidiano y las sorpresas.


Imágenes creadas con Chat GPT, basándome en algunos rasgos de los protagonistas del artículo.


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