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La comunicación (II): aprender a discutir y a expresar lo que más cuesta

En el primer post sobre la comunicación en la pareja, os comentaba que, aunque no lo he estudiado empíricamente, creo que entre un 80 y un 90% de los conflictos en la pareja son problemas de comunicación. Una buena comunicación es esencial para nuestra felicidad en cualquier ámbito, con más razón si hablamos de cómo nos comunicamos con la persona que más queremos en el mundo.

¿Cómo somos discutiendo? ¿Se nos da bien conseguir un consenso? ¿Sabemos expresar nuestros anhelos e inquietudes de manera asertiva? ¿Perdonamos rápido? Son cuestiones relacionadas con las facetas de la comunicación que toco en este post.

 

1.Aprender a conversar para llegar a una decisión o buscar una solución

A veces las conversaciones importantes no son de «¿Cómo estás, cómo estamos, de verdad?» sino de toma de decisiones. Hablar para llegar a un fin. Aquí es importante no olvidar que el punto consiste en llegar al consenso (como os hablaba en «Que gane el nosotros»). Se trata de buscar el bien de los dos, el bien familiar. No de uno solo, no de alzarse como ganador.

Por eso hay que aprender a comunicar nuestra postura, sin avasallar, sin tiranía, sin presentarla como la única propuesta que una persona racional y lógica podría admitir. También aprender a “llevar la contraria”, exponiendo qué cosas de la postura del otro no nos convencen, por qué no lo vemos del mismo modo… Queremos entender al otro y que el otro nos entienda y juntos encontrar una solución. Si olvidamos que estamos en el mismo equipo es fácil que acabemos viendo al otro como contrincante y que se cuelen frases como «Eso lo dices porque te interesa por tal motivo…», «Siempre dices eso y luego siempre sale mal…», «¿En serio te estás oyendo?»… y así en una escalada que puede llegar a los descalificativos y los desprecios.

Lo mejor es apostar por una comunicación asertiva: a la hora de hablar, poner el foco en uno mismo, en cómo uno está percibiendo las cosas, sin juzgar ni culpar al otro, sin buscar enemigos fuera, sin decir palabras que sean flechas, con respeto, con cariño, interesándote por cómo ha vivido el otro ese mismo hecho. No se trata de un «Es que tú siempre haces esto para fastidiarme» sino un «Seguramente no te des cuenta, pero cuando haces tal cosa yo me siento así…».

Tener el hábito de ser buenos conversadores y ser expertos el uno en el otro nos facilita también descubrir si alguno de los dos está acumulando algo que es mejor que suelte, o si tiene alguna herida que ha ido enterrando y que compensa sacar a la luz para curar bien.

Un truco que utilizaba el padre de una amiga para iniciar conversaciones, sobre todo cuando intuía que la otra parte podía tener algún “runrún” quemándole por dentro, era preguntar: «Del 1 al 10, ¿qué tal estás?». No es un simple «¿Qué tal estás?» al que puedes contestar con un insulso —y muchas veces mentiroso— «Bien». Poner una nota te obliga a concretar. Generalmente no nos suspendemos a nosotros mismos, pero el padre de mi amiga ya sabía que si una de sus hijas le decía un 5 o un 6, era realmente un 1 o un 2… Y de ahí podía tirar del hilo para la conversación.

 

2.Cuando hablamos y no nos entendemos

Con frecuencia esto sucede porque nos hemos olvidado de que, como os decía en el anterior post, nuestros lenguajes son distintos por ser de diferentes sexos y por nuestro propio lenguaje del amor. Pero a veces también tiene que ver con que queremos siempre tener la razón. Y esto está relacionado con el entrenarse en el consenso que comentaba en el anterior apartado.

Creo que es una de las sensaciones más dolorosas: cuando se llega a ese punto de la discusión en el que cada uno parecemos estar enrocados en nuestra postura, como si nos separara un abismo, a veces incluso con un cabreo monumental por la posible escalada de tensión que se haya podido producir. Nos miramos y nos sentimos extraños, o peor, contrincantes. Terrible, ¿verdad? La buena noticia es que, como todo en el amor, esto se entrena, y cada vez podemos ser mejores en nuestras discusiones, llegando a consensos más rápidos, incluso debatir sobre diferentes cuestiones sin perder nuestra mirada de amantes.

Vale, pero, ¿hasta que llega ese momento? También debemos conocernos (a uno mismo y al otro) discutiendo, y esto es algo que hay que ver desde el noviazgo. ¿Cómo reacciono —y reacciona— cuando oigo que algo me molesta? ¿Hablo, caigo en un mutismo enfermizo, grito, vuelco mesas, me muerdo las uñas…? ¿Se me “escapan” los descalificativos de manera rápida? ¿Consigo controlarme para no faltar al respeto al otro en medio de la “batalla”?

Y, después de conocerse bien, planear una estrategia —personal y conjunta— para estos casos.

Generalmente en una discusión uno de los dos suele estar más sereno y se suele aconsejar que el que esté más calmado sea el que pare la bola si la cosa se está poniendo muy negra y proponga posponer el debate para un momento de mayor serenidad.

A veces puede servir simplemente una especie de “palabra interruptor” que hayamos consensuado previamente y que acordemos que, cuando uno de los dos  la suelte significa que hay que callarse y dejarlo para más tarde. Una palabra interruptor puede ser cualquiera, pero si es alguna que además os puede ayudar a reíros, mucho mejor: cacahuete, anacardo, hakuna matata, coca cola, dubi dubi du, supercalifragilistoespialidoso… Cada cual con su creatividad.

El humor es un buen truco para quitar tensiones —aunque siempre con cariño y sin ironías afiladas—. En medio del “momento abismo”, con ambos sumergidos en un mutismo lleno de enfado, imagínate que uno pregunta al otro: «¿Pero me quieres a pesar de todo?». Claramente es una pregunta que aparentemente no pega nada en esa situación pero en el fondo sí: ayuda a reenfocar en ese instante en el que nos sentimos alejados y enemigos, ayuda a ir a la raíz, al origen, a lo importante. Nos queremos y juntos podemos con todo. Algo parecido hemos dicho al casarnos, aunque con otras palabras. Y si nos queremos conseguiremos llegar a un acuerdo, aunque nos cueste sudor y lágrimas.

Y, unido a todo esto, el perdón, lo más rápido posible. Como os contaba en este post:

«Acotar el enfado a menos de 24 horas es un primer paso. Ya veréis cómo luego la duración va disminuyendo. El perdón es un básico de cualquier relación, más en un matrimonio. Esto es bueno ir entrenándolo desde el noviazgo, porque claro: cuando sois novios discutís y cada uno a su casa y como si nada, pero en el matrimonio es diferente. Y perdonar con rapidez no se improvisa. A veces la falta de este perdón cotidiano puede crear una bola peligrosa».

Os podéis pedir perdón y perdonar y decidir que es hora de irse a dormir aunque no hayáis resuelto del todo el problema. Lo resolveréis por la mañana. Pero eso no implica que os vayáis a dormir enfadados.

 

3.Aprender a expresar deseos y sentimientos

Lo más importante de contarse lo sucedido durante el día no son los hechos que habéis vivido sino cómo los habéis vivido: cómo os han afectado, si mucho, si nada, si bien, si mal…; cómo se han quedado resonando en vuestro interior; si os preocupan o los habéis archivado… Tal vez las chicas seamos algo mejores proporcionando toda esta información, pero es tarea de todos. Y hay que aprender el arte de repreguntar.

Ser expertos en el otro no significa solo que sepamos qué pie calza, los nombres de sus bisabuelos y sus secretos más profundos. Ser expertos es también conocer cómo reacciona ante los sucesos, cómo siente, qué cosas le afectanA veces habrá que preguntar, no querer ser adivinos: «¿Esto te ha sentado mal?», «¿Te encuentras triste por algo?», «¿Qué puedo hacer para que te sientas mejor?». Y si eres la parte afectada, habrá que comunicarlo, con sencillez, sin pretender que el otro sea un vidente. En vez de recluirte en un mutismo frustrante, puedes decir claramente y con cariño: «Mira, es que yo esperaba esto, y me he encontrado con esto otro, y entonces me ha sentado a cuerno quemado».

Tenemos que aprender a comunicar lo que deseamos, lo que esperamos, también del otro, de la propia relación. Pero hacerlo bien, sin exigencias, sin cargar en los hombros ajenos la responsabilidad de nuestra felicidad. Como dice una canción que escuché en una boda: «El amor no se impone, el amor no se exige, el amor se entrega».

«¿Pero tengo que contarlo todo, todo? Si me quiere, debería darse cuenta de lo que me gusta/necesito/quiero…». Sí y no. Hay un tema que da para otro post pero que lo menciono rápidamente al hilo de esto: la espontaneidad está sobrevalorada. Parece que apreciamos las cosas según su grado de espontaneidad. Y nos equivocamos, porque a veces tiene mucho más valor un acto hecho con esfuerzo pero por amor de verdad que algo que “ha salido solo” o simplemente “porque me apetecía y ya”. El amor de verdad a veces es espontáneo, sí, pero amar a alguien incondicionalmente no fluye ni sale solo… ¿no? Por eso, desmitifiquemos la espontaneidad.

Que él te regale flores por sorpresa puede ser genial, claro. Pero si aniversario tras aniversario las flores no llegan, tú te vas quemando, el otro no pilla las indirectas (o tú las mandas muy mal, o las dos cosas a la vez…), ¿no sería mejor decirle en algún momento, con mucha paz y cariño: «Pues ¿sabes qué? Siempre he pensado que me haría mucha ilusión que me regalaras unas flores por nuestro aniversario». Mensaje claro y sencillo. Ya si el otro no lo capta, tenemos un problema de comunicación.

Ser expertos en el otro es también saber cuándo es mejor no decir nada y simplemente estar y comprender.

 

Y todo esto sin olvidar los básicos que comenté en el post «La comunicación (I)»: se trata de enriquecerse con nuestras diferencias, de ser expertos en el otro, de disfrutar juntos cada vez más, de no dejar de enamorarnos.


Foto de Yolanda Sun en Unsplash

8 comentarios en “La comunicación (II): aprender a discutir y a expresar lo que más cuesta

Lo que aprendemos por el camino, muchas veces lo aprendemos con los demás... ¿Qué te ha parecido este texto?