Siempre me han dado envidia los noviazgos que surgían de amistades. En mi planteamiento de cómo desearía que se sucediera el flujo de acontecimientos, ser amigos antes que novios era mi sueño. Veía —y veo— muchas ventajas a una situación así.
La principal: la idealización propia de la etapa del enamoramiento es muy diferente si parte de un conocimiento real y profundo que si emerge de cero. Es muy distinto mirar con el filtro de persona enamorada a alguien de quien conoces defectos, miedos, vulnerabilidad… que a alguien a quien aún ves perfecto, ideal.
En este último caso, enfrentarse a las “cosillas” del otro suele suponer una crisis, como contaba en «Mirar sin filtros»:
«Estamos exigiendo a un ser mortal que sea perfecto, que no nos defraude nunca, que nos llene siempre, que cumpla nuestras expectativas de felicidad, porque así era al comienzo y no entendemos por qué de repente ya no. Y llegan la frustración, los reproches, las exigencias chungas, que volcamos en la persona amada. […] es como si la persona que tuviéramos enfrente fuera alguien distinto a quien vimos una vez bajo una luz angelical, pero al mismo tiempo sabemos que continúa siendo ella y por eso nos enfadamos más: ¿Por qué no eres como antes? ¿Por qué no me llenas? ¿Por qué haces eso que me pone tan nervioso?».
No todo está perdido y esa crisis sirve muchas veces para dar un salto de calidad a un amor más maduro, más real y más verdadero: un amor que acoge al otro con incondicionalidad y que, desde el «pase lo que pase» y un conocimiento mutuo más certero, es capaz de ver también todo el potencial que la otra persona tiene aún por desarrollar. Esa mirada de idealización buena, que no solo intuye lo que puede llegar a ser sino que también hace que sea. Viktor Frankl lo explica mil veces mejor que yo, en El hombre en busca de sentido:
«Por el acto espiritual del amor se es capaz de contemplar los rasgos y trazos esenciales de la persona amada: hasta contemplar también lo que aún es potencialidad, lo que aún está por desvelarse y mostrarse. Todavía hay más: mediante el amor, la persona que ama posibilita al amado la actualización de sus potencialidades ocultas. El que ama ve más allá y urge al otro a consumar sus inadvertidas capacidades personales».
Por eso un enamoramiento que surge de un redescubrir a una persona ya conocida, de mirarla de repente con otros ojos pero con la ventaja de ese saberse mutuo… siempre he creído que es —debe de ser— maravilloso, y que, quienes empiezan una relación de pareja con estas bases tienen muchísimo ganado en cuanto a sencillez, confianza y sinceridad: poder mostrarse tal cual son porque ya se conocen, sin necesidad de fingir para gustarse más; sin “lenguaje de los abanicos” y sin indirectas mal dadas. Y, seguramente, con un máster en el arte de comunicarse: conocerán qué significan ciertos silencios, sabrán interpretar justamente unos gestos o una manera de decir —o no decir— algo… No son pocas ventajas.
Pero este no fue mi caso. Nunca. ¿Nos queda algún consuelo a quienes nuestro enamoramiento no brotó sobre las raíces firmes de una verdadera amistad? No un consuelo, sino una preciosa tarea.
El amor se construye… y la amistad ayuda a construirlo
Por el sentimentalismo tendemos a creer que esa sintonía que en unos amigos suele surgir después de conocerse desde hace tiempo, en el noviazgo tiene que darse de manera instantánea, caemos en el mito de la compatibilidad. Confundimos sintonía y capacidad de compartir un proyecto común con la mera atracción por alguien.
De fondo está que no entendemos qué implica el amor, pero ni el de novios ni el de casados ni el de amigos. Todos nuestros amores corren el peligro de dejarse llevar por ese emotivismo en el que nos quedamos en los niveles más bajitos de las relaciones: vínculos frágiles porque están basados más en una necesidad propia de tener a alguien al lado, o en “de momento estamos bien así”, amistades por utilidad o por placer, que decía Aristóteles. Lazos sellados con la temporalidad, donde no miramos al otro, no pensamos en querer caminar con el otro más allá del siguiente paso, no nos planteamos construir esa relación… Como niños pequeños que solo saben recibir y no dar, o dan solo cuando les brota. O ni siquiera como niños (que ellos son más sencillos): dar calculando lo que se ganará a cambio.
Pero si no estamos hechos para un amor eterno, si, en el fondo, ese deseo no es natural… ¿por qué duelen tanto las rupturas? O, como se preguntaba el matrimonio Rivers: «¿Por qué las bodas todavía nos conmueven? No nos emocionamos cuando nuestros socios cierran un acuerdo comercial. Ni se nos saltan las lágrimas cuando nos damos un amistoso apretón de manos. Tampoco nos alegramos cuando oímos hablar de una unión “fortuita”».
C. S. Lewis hablaba así de su mujer, en un fragmento de Una pena en observación que he redescubierto recientemente gracias a un artículo de Tomás Melendo: «¿Qué es lo que no era H. para mí? Era mi hija y mi madre, mi alumna y unión entre esas personas, mi camarada de fiar, mi amigo, mi compañero de viaje, mi colega de “mili”. Mi amante, pero al mismo tiempo todo lo que ha podido ser para mí cualquier amigo de mi propio sexo (y los he tenido buenos). Tal vez incluso más».

Un ingrediente fundamental
«El proceso de conocimiento del otro necesita tiempo, porque debe madurar como maduran las relaciones de amistad, que requiere un acercamiento progresivo hasta dar paso a la plena confianza», escribe Micaela Menárguez en su libro Solo quiero que me quieran. Y añade: «En el fondo, se trata de saber si podemos o no llegar a ser amigos íntimos. De ahí la famosa frase de Paul Geraldy en el libro Tú y yo a su enamorada: “Si tú fueras hombre, ¿serías mi amigo?”».
Cuando comenzaba a pensar sobre este tema planteé en Instagram algunas preguntas. La palabra que más se repetía en las respuestas de quienes estaban convencidos de que la amistad formaba parte del noviazgo y del matrimonio fue precisamente confianza. Y tiene sentido si entendemos bien la amistad y el matrimonio.
Si el otro es solo alguien con quien pasarlo bien, intercambiar favores y poco más… no necesitamos más que un win-win. Pero si entendemos el matrimonio como poner la vida en las manos del otro para siempre… es lógico que la confianza resulte fundamental.
La confianza, además, da el cauce adecuado al impulso de posesión que conlleva el enamoramiento. «No importa que no te tenga, / no importa que no te vea», dice Pedro Salinas en «Eterna presencia», porque intuye que el amor sereno y seguro es el que reside en una manera de estar, y más aún, de ser, no de tener: «Lo que ahora te pido / es más, mucho más, / que beso o mirada: / es que estés más cerca / de mí mismo, dentro. […] Lo que yo te pido / es sólo que seas / alma de mi ánima, / sangre de mi sangre / dentro de las venas. / Es que estés en mí / como el corazón / mío que jamás / veré, tocaré».
También entra en juego con la confianza esa mirada posibilitadora de la que hablaba al comienzo, la mirada de amor frente a la que no hay que fingir, puedes ser tú mismo con lo bueno y lo malo, sabiendo que no solo te va a acoger incondicionalmente sino que va a «sacar de ti tu mejor tú» (otra vez Salinas).
Levantar la mirada para llegar al nosotros
Sabes que estás preparado para casarte cuando has aprendido a cambiar el foco del “yo” hacia el “tú”.
Precisamente, una de las clásicas características de la amistad consiste en mirar por el bien del otro. Si en el enamoramiento pensamos en el otro en referencia a uno mismo (lo que me hace sentir, lo feliz que soy a su lado…), dejar entrar en esa dinámica todas nuestras potencias, no solo las emociones, hace crecer (a uno mismo y a la relación) y amplía la mirada: no solo es un bien para ti, sino que es un bien en sí mismo, y un bien para el mundo, en la línea del «Es bueno que existas», de Josef Pieper.
Además, reenfocar la mirada —del yo al tú— nos libera de muchos egoísmos. Mirar al otro no solo referido a uno mismo facilita que, al descubrir sus defectos y sus limitaciones, no los tomemos como una afrenta personal («¿Por qué no eres como antes? ¿Por qué no me llenas? ¿Por qué haces eso que me pone tan nervioso?»).
La admiración propia de la amistad, de la que habla Javier Gomá en su artículo se retroalimenta con el agradecimiento —como os contaba en «Comerse la rutina»—: «Dar las gracias nos ayuda a no dejar de valorar al otro; desarrollar una mirada a la que no se le escapan ni los pequeños detalles nos ayuda a ser agradecidos». Al final se trata de hacer de ambas actitudes un hábito, que, además, contribuye a cultivar una mirada que no falla en ver lo bueno —a veces cotidiano, minúsculo— y aleja de los peligros de la mirada empañada que se da cuando se comienza a desidealizar al amado.
Tres miradas en el amor
Pero los amantes no son solo amigos, el noviazgo (y el matrimonio) no es una amistad sin más, ni simplemente el otro es «mi mejor amigo» o «mi persona favorita».
El amor del matrimonio (presente ya en cierta medida, como en germen y potencialidad, en el amor de los novios) tiene unas características distintas a la amistad; es un amor total: exclusivo, fiel y para siempre, «así, para unirse con alguien de forma integral hay que unirse con ese alguien a todos los niveles de la personalidad: una unión de corazones, mentes y cuerpos. Las amistades corrientes son uniones de corazones y mentes. La unión de los cuerpos no forma parte de la amistad. La unión de los cuerpos es parte de lo que implica la relación conyugal», explica Ryan Anderson en su libro Truth Overruled.
Subrayar que la amistad es clave en el noviazgo (y en el matrimonio) no implica que sea lo único que debe permanecer, como si fuera un consuelo para las relaciones perdurables en las que la emoción ha muerto hace siglos: «Se acaba el amor, pero tenemos la amistad, y con esto nos conformamos».
La mítica frase de Saint-Exupéry de «Amar no es mirarse el uno al otro sino mirar juntos en la misma dirección» expresa lo que supone incorporar la amistad en las relaciones de amor e ilustra ese cambiar el foco de la mirada que ni se queda en uno mismo, ni continuamente embobado en los ojos del amante, porque descubre que hay un camino por recorrer juntos, un horizonte común. Por eso hay futuro.
Pero creo que amar también conlleva, a veces, mirarse a los ojos, no olvidar que hemos elegido a esa persona porque la queremos en nuestra vida, porque valoramos todo lo que es, por sí misma, sí, pero también para mí mismo. Precisamente porque nos miramos a los ojos queremos mirar juntos en la misma dirección. Camino con ella y no con cualquiera. La hemos elegido con un amor que es diferente al amor que tenemos por cualquier otra persona; y, al elegirla, la hemos sacado del anonimato frío del jardín de rosas, y por eso no es una más entre todas las flores del universo.
Y esto sin olvidar esa maravillosa vuelta de tuerca que le dio Enrique García-Máiquez a la famosa frase del escritor francés: a veces amar es también estar espalda con espalda, cual mosqueteros: «No ve uno claramente dónde, cómo y a qué se enfrenta el otro, pero da por sentado que le está salvando el pellejo».
No solo somos amantes, ni solo amigos, ni solo solucionadores, ni solo compañeros de vida. Las tres direcciones de la mirada son necesarias para un amor integral.
Foto de Becca Tapert en Unsplash