Al ser madre, conocí el miedo.
Todo empezó con Jaime. No estaba preparada para tener un hijo —porque nunca estamos realmente preparados para las cosas más importantes de la vida—.
Al principio fue el miedo de las primeras semanas de embarazo: cuando eres consciente de que portas una vida —tan pequeñita pero vida—, pero que, si no fuera por las náuseas y el cansancio máximo, no tendrías manera de saber que está ahí, que sigue adelante, que todo ok. Así hasta que pasas el umbral temido de las doce semanas. Ahí piensas que puedes relajarte. Pero tampoco. La incertidumbre permanece. Las semanas de espera entre ecografía y ecografía se hacen eternas. La alegría de verle en la pantalla se potencia con el suspiro de alivio de “Está bien”.
Luego empiezas a notar sus pataditas, sus movimientos, y crees que ya al menos sabrás que todo está en orden, que él te mandará señales directamente en tiempo real. Entonces sucede que durante toda una mañana no le has sentido moverse, ni una sola vez. Angustia. Miedo. Por favor, bebé, muévete, muévete. Y se mueve. Y respiras. Pero aún quedan meses por delante, con sus posibles sobresaltos.
Ante mis miedos durante el embarazo, Pablo me suele decir que ahí dentro los peques están en el mejor lugar del mundo. Me calma un poco y, aunque creo que tiene razón en cierto sentido, por otro lado esa falta de control por lo que sucede en mi vientre no deja de inquietarme. ¿Y si como algo que le sienta mal? ¿Y si me caigo y el golpe le afecta? ¿Y si se ha enredado con el cordón umbilical?
Con el primer hijo esperaba que eso se solucionaría cuando pudiera tenerle en brazos, protegerle con todo mi ser. Verle la carita todos los días. Saber qué necesita. Pero no. Los miedos aumentaron. ¿Y si se me cae de los brazos porque no sé cogerle? ¿Y si se pone enfermo y no sé qué hacer? Y las temerosas preguntas aumentan y aumentan según el niño crece y se vuelve un amante inconsciente del peligro: esquinas, carreteras, alturas, aceitunas con hueso… Todas esas amenazas que acechan a la infancia y con las que hay que aprender a convivir con prudencia pero sin quedarse calvo del estrés o que te salgan cinco canas en cada ocasión.
Pensé que tal vez con el segundo sería diferente. La experiencia es un grado, dicen. Pero el miedo continúa. Y entonces descubrí que es parte de la maternidad. Que al ser madre conoces de verdad lo que es el miedo. No ya un temor a sufrir uno mismo, ni a perder algo, ni a fracasar ni nada por el estilo… todas esas inquietudes languidecen al lado de la preocupación por que tu hijo esté bien.
He descubierto, además, que el miedo no se irá. Ya no me engaño con “cuando salga de la tripa será diferente”, “cuando aprenda a andar con equilibrio respiraré tranquila”, “cuando se inmunice de todos los virus de la guarde…”. No. Porque siempre habrá motivos por los que inquietarse. Y aumentarán de tamaño, y de peso: me atacan enseguida las preguntas sobre si nuestros hijos serán felices, si sabremos educarles para la libertad y la bondad, si serán unos buenos amigos con los que se pueda contar, si sufrirán mucho por amor, a qué problemas tendrán que enfrentarse…
Al ser madre conocí lo que es el miedo, pero también descubrí que el amor vence al miedo. Que, como se suele decir, no es valiente quien no teme, sino quien se enfrenta a sus temores. Y la mejor manera de hacerles frente y vencerles es el amor: una idea basic, que en la teoría suena bonita, pero que en la práctica es mejor porque es real, luminosa, es motor y es alas.
El amor vence al miedo porque la aventura es mejor en compañía, y es más fácil ser valiente si uno está bien rodeado; porque cuando te sabes amado incondicionalmente te sientes capaz de madrugar sonriendo, comerte el mundo y de superar cualquier obstáculo; porque cuando intentas amar con amor del bueno, el foco cambia de lugar y ya no es tanto tu ombligo y tus incertidumbres y tu búsqueda desesperada de seguridad y control, sino los ojos de quien amas, y esto, además de mejorar las vistas, te quita mucho rollo y complicación de la cabeza.
El amor vence al miedo porque el amor trae alegría, y la alegría es expansiva mientras que el miedo nos apoca; porque el amor es paciente y sabe que a veces lo bueno tarda en llegar, pero espera y no sufre si se retrasa, y sabe sonreír al sol que imagina detrás de las nubes («Aunque no puedas mirar hacia el sol sabes que sigue brillando por ti», canta Amaral).
Mi amiga Mariona, filósofa y madre, me dijo durante el embarazo de Jaime:
«Que no te metan miedo con el “no vas a dormir, se acabó la tranquilidad, etc…”. Te vas a enamorar. Te vas a enamorar de Jaime. Y te vas a enamorar aún más de Pablo».
Pocos días antes de nacer Ignacio, hizo una ampliación de este precioso consejo:
«A enamorarse por tercera vez, por partida triple: del bebé, de Jaime como hermano y de tu marido como padre de dos».
¡Qué gran verdad!
Al ser madre conocí el miedo , y descubrí también que el amor es más fuerte, que el amor lo vence. El amor de Pablo por nosotros, el amor de mis hijos por mí, mi amor por los tres.
Foto de Kelly Sikkema en Unsplash
Yo nunca tuve miedo, a pesar de lo que te dicen, pienso que mucha gente después de tener hijos ha vivido amargada. Quizás porque idealizó ese momento. No sé.
Yo tenía miedo en el parto.
Miedo lo he tenido en las enfermedades, en mi hijo con discapacidad, en los adolescentes, en su futuro, eso es lo que me da miedo.
Miedo a que sufra, eso da mucho miedo. Miedo a que sabrá que es diferente .
Miedo me da la hipocresía.
Cuando tienes varios hijos, y vives con la discapacidad o algún otro trastorno, se ve mucho mejor como son las personas, es como si se viera por encima, sin ser superior. Y ahí es cuando me da miedo la humanidad.
Y me siento afortunada por tener a mi hijo porque me ha sacado lo mejor de mí y de mi familia.porque gracias a mi hijo mis otros hijos son personas con otro sentido de la vida.Porque ven más allá. Porque saben que su hermano marca la diferencia, la diferencia de Amar…
Porque prefiero no dormir y verle dormir, prefiero no dormir hasta que mi hijo adolescente no llegue a casa un sábado por la noche, porque prefiero no dormir hasta no ver a mi hijo con tdh dormido por el efecto de sus pastillas.
Miedo a que no sean Felices. Miedo a que dejen de creer en Dios.
Ser madre y ser madre en casos de niños con discapacidad, nos hace ver la vida diferente. la comprensión, la ayuda, el consuelo, el consejo, el apoyo, la esperanza, me la aportan mucho mejor madres con niños especiales, da igual que tipo de discapacidad o enfermedad.
Ojalá, fuéramos mejores, más buenos, más simples porque así es el Amor.
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¡Muchísimas gracias, Mary, por tu comentario y por compartir tu experiencia, tan valiosa! Parte de lo que has dicho es lo que quería transmitir con el post: esos «miedos», preocupaciones, más «gordos», que tienen que ver con la felicidad de los hijos.
Los padres con niños con alguna discapacidad sois unos campeones. Y tenemos que aprender de vosotros y de vuestros hijos. ¡Un abrazo!
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Mientras leía sentía que yo misma había escrito el texto.. ha sido tal cual así mi proceso durante el embarazo y ahora que ya nació (tiene casi 1 mes mi bebé).. y eso me hace sentir que no estoy tan mal… Quedé totalmente sorprendida porque no hay ninguna cosa de esas que no haya pensando… Me reconfortan tus palabras de aliento y de que el amor todo lo va a vencer.. Me das esperanzas.. Un fuerte abrazo!
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Muchísimas gracias por tu comentario, Nadia. Y enhorabuena por tu bebé. Siempre me cuesta un poco hablar de maternidad porque me parece que es una experiencia muy personal pero también es cierto que hay vivencias universales… Yo no sabía que tanta gente se había sentido como yo cuando escribí este post y en cuanto lo publiqué me llegaron muchos mensajes en ese sentido. ¡No estamos solas! ¡un abrazo enorme!
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