No conoceré a mi cuarto hijo, pero esto es lo que me ha enseñado

«¿Cómo empezar a echar de menos cuando estreno corazón?» (Benny Ibarra)

Tuvimos que despedirnos de nuestro cuarto hijo demasiado pronto. Despedirnos de él y de todo lo que implicaba, de todo lo que soñábamos, de esos futuros posibles que veíamos ramificarse en el horizonte imaginando cómo sería y el nuevo color que aportaría a nuestra familia. Empezar a hacer planes y decir adiós a las pocas semanas. Reconducir el rumbo tras un golpe de viento que no te esperas.

En esas semanas muchos versos de canciones —como esta con la que comienzo el post— me acompañaron e hicieron de bálsamo.

Uno de cada cuatro embarazos (algunos datos señalan uno de cada cinco) termina en aborto espontáneo. Me parece un porcentaje altísimo. Así que realmente, aunque nunca esperas que pase… sabes que puede pasar. Creo que esto no debería llevarnos a ponerle frenos a la ilusión y a adoptar una visión de “No me emociono demasiado por si acaso”. Esta es la primera cosa que me ha enseñado Georgie, desde la pequeñez (aparente) de sus casi ocho semanas de vida dentro de mí.

1. Celebrar la vida siempre

Estábamos sentados en la sala de espera de Urgencias. En el anterior hospital, donde nos confirmaron lo que sospechábamos (tengo las palabras de la doctora grabadas en el cerebro: «No tengo buenas noticias para vosotros hoy»), nos habían adelantado las tres posibilidades que nos ofrecerían (procedimiento quirúrgico, pastilla para expulsar al bebé o esperar a que todo siguiera su curso), pero nos comentaron que en nuestro hospital nos explicarían mejor. Mientras tanto escribí a una amiga ginecóloga para conocer su opinión. Estuvo resolviendo mis dudas por whatsapp durante varios minutos con unos mensajes que me llenaban de calma y le agradeceré siempre esa compañía que me hizo y sus sabios consejos. Pasadas unas horas de nuestra conversación, aún nosotros en la sala de espera, me volvió a escribir: «Por cierto, ¡ENHORABUENA por este hijo! Es lo primero que te tenía que haber dicho». Aún me emociono al recordarlo.

Estaba de 10 semanas y aún no se lo habíamos contado a nadie (este tema de esperar a la semana 12 para contarlo da para otro post). Custodiábamos nuestra alegría como un tesoro que teníamos muchas ganas de compartir. Desde mi primer embarazo, me ha encantado descubrir cómo amigos y conocidos se alegran ante una noticia así y cómo quieren al bebé en camino sin ni siquiera conocerle. 

Por eso no pasamos por la etapa de recibir enhorabuenas y tuvimos directamente pésames, o ambas cosas a la vez, como en el caso de la amiga que os contaba, o los mensajes del grupo familiar mientras esperábamos en el primer hospital —aún sin la confirmación de su muerte— , que eran enhorabuenas teñidas de —lógica— preocupación. 

Me hago cargo de que, cuando alguien te cuenta que ha perdido un hijo, lo primero que sale no es el “felicidades” por ese hijo, pero también creo que es una bonita forma de darle lo que se merecen todos los niños, todas las personas: la celebración de su vida, haya sido breve o larga. Entender su vida como el regalo que es. No puedo hablar por otras madres en esta situación, pero a mí me ayudó.

Por eso también siento una ambivalencia al pensar en un hipotético próximo embarazo: estoy segura de que la incertidumbre sería mayor que otras veces; también sé que ni aunque me lo propusiera podría evitar ilusionarme. Y, es más, ni me parece justo proponérmelo. Hay muchas cosas que no podremos dar a los hijos que se van antes de tiempo… Negarles nuestra alegría por su vida (incluso aunque nadie más, aparte de sus padres, sepa de su existencia) no me parece justo. 

2. Los hijos nos cambian 

Los lazos que crea un hijo entre sus padres son misteriosos. Generalmente, el hijo viene porque esos lazos ya existen y entonces es como si la nueva criatura viniera a añadir más lazos. Pero esta analogía se me queda corta, porque entonces, ¿si perdemos al niño… ese lazo se rompe? ¿Desaparece? ¿Produce una brecha entre los esposos? Escribo mientras pienso y aún no tengo una respuesta a esto, pero tal vez es que un nuevo hijo hace algo más que construir un puente: nos cambia por dentro, modifica nuestra identidad. Ya no somos solo padres de Jaime, Ignacio, Fátima… desde octubre somos padres de Jaime, Ignacio, Fátima y Georgie. Y eso ya lo seremos siempre. 

Os he contado otras veces lo que decía Carles Capdevilla: «Eso de querer ser padres pero resistirse a que cambie tu vida me sorprende, porque es imposible y porque cambiar está bien».

Puedes vivir la paternidad siempre a contrapelo, siempre fijándote en las renuncias, en los centímetros cuadrados que cedes a las criaturas que has traído al mundo, apretando los puños. O puedes optar por zambullirte con todo el equipo y dejarte tocar por cada nueva vida, abrazar tu nueva identidad y ser feliz (aunque sea en medio del caos). 

Y esto no solo sirve para las nuevas incorporaciones al equipo familiar, sino que sirve, en primer lugar, para los hijos que les han precedido. Recordar cómo nos pareció un milagro notar sus pataditas, un regalo verles la cara por primera vez y cómo al abrazarlos tras nacer sentimos que nos habían hecho guardianes  un tesoro. Recordar todo esto y tener con ellos la actitud que se tiene con los milagros, los regalos y los tesoros. Quitarle el polvo de la rutina con que a veces damos por sentado los hechos más grandes de nuestra vida y desempañar la mirada, que en ocasiones se nos nubla por cansancios y otros motivos. 

3. El sufrimiento por sí mismo es inútil. Pero el sufrimiento vivido en compañía y con amor se transforma y nos transforma.

El dolor por sí solo no te hace crecer. Esto no es un descubrimiento en mi vida, porque, de hecho, es la tesis principal de Por donde entra la luz. Pero, como siempre, una vivencia de este tipo te enfrenta con nuevos abismos… y con sus correspondientes luces.

No me imagino cómo habría sido vivirlo sin Pablo. Cuando todo se desencadenó yo estaba sola en un aeropuerto y una de las empleadas fue como un ángel de la guarda en esos primeros momentos. Pero realmente lo decisivo fue cuando Pablo pudo viajar hasta el hospital donde me habían llevado. Entonces, palpé de manera muy intensa esto que os contaba en «Que el miedo a sufrir no te impida amar»:

«Pensé —y sigo pensando— que con Pablo puedo todo. Me dan miedo las enfermedades, me da miedo el paro —no tanto—, me da miedo que le pase algo a nuestros hijos, me da miedo imaginar que mis padres enfermen… todo eso me aterra.

Pero lo genial es que tengo la seguridad de que si alguna de esas cosas llegan no las tengo que vivir sola. Que voy a tener los brazos de Pablo ahí al lado, y su mirada, y sus palabras y su fuerza. No hemos pasado ninguna desgracia, pero ha habido momentos de dolor, contrariedades, baches (por diferentes motivos), y en todos ellos, Pablo ha estado ahí al lado, diciéndome: “Juntos podemos todo”. Y ya está»

Después de Pablo: nuestros amigos de la aventura oxfordiana. Mensajes, tuppers de comida, abrazos inolvidables, flores, quedarse con los niños… No nos sentimos solos en ningún momento.

Y las amigas, de aquí y de todas partes, con las que ahora comparto esta experiencia de ser madres de un niño que murió, y que me hicieron tantísima compañía, sobre todo las primeras semanas, en un incesante intercambio de mensajes que a veces eran simplemente como una mirada de «Ya lo sé. Estoy aquí». 

Entiendo que cada cual tiene sus tiempos y sus procesos —y no quiero hacer aquí una lista de consejos sino simplemente compartir lo aprendido y lo que me ayudó— pero para mí una parte esencial para vivir el duelo fue poder hablar, hablar y hablar de esto. Con quienes lo habían vivido, por supuesto. Pero también con quienes no. También para que quienes no estaban cerca, para que quienes no tenían manera de saberlo de otro modo, conocieran que en nuestra familia somos seis, aunque a uno no se le vea. Tendría que hacer un recopilatorio de todos los mensajes tan preciosos que he ido recibiendo desde entonces.

4. Los hijos no son nuestros

Ya lo sabía, claro. Pero esta ha sido, digamos, como una lección magistral que te transmite una idea, mil veces repetida, de otra manera que hace que lo entiendas mejor, que descubras su profundidad, que se te clave su verdad más adentro y puedas pronunciar un “sí, esto es así” aún más fuerte y firme. 

Los hijos no son nuestros, y esto choca muy de frente con una mentalidad dominante en la que la maternidad/paternidad forma parte de la checklist de autorrealización, en una sociedad en la que te fríen a mensajes de «Si quieres, puedes» y te miden por tu éxito y productividad, en la que cualquier deseo parece transformarse en un derecho… y a quien debería ser sujeto de derechos (el niño) le traspasamos el deber, la obligación, de que podamos alcanzar nuestra satisfacción vital

Pero un hijo es lo menos controlable del mundo —en cualquiera de sus etapas—, por una sencilla y hermosa razón: es una persona completamente nueva, completamente única, con una dignidad preciosa e intocable que no depende de sus capacidades, de su aspecto, de su tamaño, de sus logros. Una persona con una libertad increíble, con una vida por delante. Como decía una de las canciones que una amiga y yo nos pasábamos esas semanas y que nos servían de catarsis: «Goodbye, goodbye, goodbye / You were bigger than the whole sky / You were more than just a short time».

Cuando decimos que un hijo es nuestro no estamos expresando posesión sino una especie de pertenencia mutua, de ser parte de algo —la familia— por lo que estamos unidos con unos vínculos.

No tenemos hijos (o no deberíamos tenerlos) para nuestra realización personal, para que nos hagan felices, porque echamos de menos el olor de bebé (aunque lo echemos de menos jajaja), porque queremos saber qué se siente al llevar un hijo dentro (y es un deseo muy entendible y natural), para no quedarnos solos de mayores (y esto también es comprensible y deseable)… Pero tenemos hijos por ellos mismos. Su dignidad no exige menos que eso. 

«No son los hijos que tenemos. Son los hijos que Dios nos dio», contaba Eva Corujo en este post de Instagram. Y luego explicaba que, vale, sí, los tenemos, pero no nos pertenecen, no son nuestros «ni por nuestros méritos ni derechos. Son regalos […] Así, qué diferente se vive todo: desde las pérdidas gestacionales, el miedo al embarazo, hasta los dramas educativos».

5. La paz y la tristeza pueden coexistir

No sabía que paz y tristeza pudieran darse al mismo tiempo. Miento. Lo sabía, lo había estudiado en Filosofía. Pero nunca lo había experimentado, al menos no a este nivel de profundidad. Paz mezclada con tanta pena y tanto amor. Y esta paz tiene una fuente: Dios. No me explico si no cómo hemos podido vivir estos meses desde la muerte de Georgie (en especial esas primeras semanas tan duras) con la serenidad que hemos tenido. No me he tenido que hacer la fuerte, he llorado lo que he querido, he intentado tenerme paciencia en este proceso de duelo… Y he rezado. Y sabemos que muuuuuuuucha gente ha rezado por nosotros y Dios nos ha tenido en sus manos todo este tiempo de manera especial. 

Del mismo modo, la paz viene también de la esperanza en el Cielo. La fe no es un consuelo fácil, pero con Dios se vive mejor, se llora mejor, se sufre mejor, se ríe mejor. No es un interruptor que te soluciona los problemas. No funciona así. Es otra manera de vivir y de mirar. Es confiar. Y confiar, justamente, es lo que a veces cuesta más. Creer que hay un sentido aunque no lo entiendas ahora. Y creer y confiar en que nuestro hijo está en inmejorables manos. No es fácil. La fe no es fácil. Soltar cuesta. Confiar cuesta, cuando tu corazón de madre está hecho una pasa. Pero cuando lo haces… llega la paz. 

Gracias, Georgie, por lo que nos has enseñado en medio de la alegría más plena y de la tristeza más grande. Gracias por pasar por este mundo y dejar tu huella única e irrepetible. Gracias por hacernos mirar con más frecuencia al Cielo. 


Foto de Jonathan Sanchez en Unsplash

Lo que aprendemos por el camino, muchas veces lo aprendemos con los demás... ¿Qué te ha parecido este texto?

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