Están ahí. Y parece que abundan. A veces se encuentran más cerca de nosotros de lo que sospechamos y, aunque no los reconozcamos, podemos sentirlos.
Son los causantes de lo que yo llamo «efecto dementor». Personas que, con su gesto torcido, su comentario quejoso e inoportuno y su visión carbón de la existencia, van volcando amargura en cuanto hay una posibilidad. Llegan y te absorben la alegría, las ganas, las ilusiones. Su presencia resulta heladora. Y lo que es peor: podemos convertirnos en uno de ellos.
¿Cuántas quejas producimos a lo largo de un día? Por cuestiones atmosféricas, por contratiempos, por exceso de trabajo, por egos heridos… Sin darnos cuenta de que una queja es como una cosa redonda y peluda que sueltas y va rodando sin control por ahí, contagiando fácilmente a todo el que choque contra ella.
Ahí está la paradoja de la queja: por un lado resulta totalmente inútil e improductiva, ya que quejarse no soluciona nada (ahondar en el hecho del trabajo acumulado no lo aligera; quejarse del frío o del calor no hace que llueva ni que salga el sol…); pero por otra parte, sí que es efectiva en sus consecuencias por la rapidez de contagio. Creo que todos tenemos la experiencia de estar en una conversación en grupo, que alguien empiece a quejarse y ver cómo proliferan las quejas de unos y otros, en una especie de estúpido concurso de a ver quién ha sufrido más, a ver quién es más desgraciado o quién le ha tratado peor la vida. La incitación a la queja colectiva.
En las novelas de Harry Potter los dementores son personajes siniestros que con su presencia hacen que la gente que les rodea se sienta triste y desesperanzada. Chupan la alegría. En nuestro día a día funcionan igual. Puede ser por quejoso, puede ser por cenizo… El cenizo. Ese que cuando estás contando un gran plan para el finde salta con un «seguro que llueve»; el que cuando planeas una fiesta sorpresa dice algo como «seguro que se lo huele»…; quien cuando llegas con una buena noticia personal no se corta al afirmar «menuda tontería…». Si al menos sus afirmaciones tuvieran una base empírica… pero no. Su única base es, una vez más, una cierta amargura, un reconcome, un no estar a gusto con su propia vida …
La amargura que acumula cada cual puede ser mucha o poca. Y el vomitarla a veces casi resulta inconsciente y parece que a algunos les saliera tan natural como respirar. Claro. Si están llenos de ella, ¿qué les va a salir? Pero no nos pasemos de majos, porque ninguno estamos libres de convertirnos en dementores, o al menos, de vivir un momento dementor de vez en cuando.
Tener nuestros desahogos no es ser un dementor, que somos humanos y todos pasamos un mal día y tampoco se trata de acumular tensiones en plan olla exprés. Pero para el desahogo creo que podría aplicarse lo mismo que dice Aristóteles sobre el enfado: «Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo».
Nuestra casa, nuestro hogar, es ese sitio donde podemos «estar en zapatillas», ser nosotros mismos y poder mostrarnos con nuestras debilidades, porque sabemos que nos van a querer igual. Pero si ese «ser nosotros mismos» se traduce en ser una hidra de siete cabezas, o un dementor sin tregua, debemos parar y reconducir el rumbo. Ellos —quienes forman nuestro hogar— nos quieren incondicionalmente, sí, pero no olvidemos que también se merecen nuestras mejores sonrisas, nuestra alegría en cascada.
Quejoso, cenizo, pesimista, agorero, aguafiestas (waterparties, que decían mis chicas del internado de las que os hablaré algún día), pesaroso, resentido, amargado, cascarrabias, gruñón…
Llámalo como quieras pero, por favor, no me seas dementor.
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- Consejos para luchar contra los dementores
- Cómo evitar convertirse en dementor
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