Debo de llevar escrito en la frente «Revele su rollo», y en realidad no me importa. No me importa que, mientras espero en la parada del bus, se acerque una señora mayor, una chica extranjera o un hombre con bolsas de la compra, y me cuenten sus desventuras cotidianas. No me molestan las conversaciones que empiezan por un «¿Estás esperando al autobús de Illera?», siguen con «Qué mal día hace hoy» y terminan con la historia de la suegra de la señora ingresada en un centro de día porque ella tiene que ir a trabajar y no puede cuidarla las 24 horas.
Sé que es mucho más fácil colocarme los cascos del iPod y ponerme a escuchar música que me dice «everything is gonna be all right», y que tal vez sacar el móvil del bolsillo y hacer como que estoy muy ocupada mirando algo desanime a los futuros interlocutores. Pero sólo tal vez. Porque en muchas ocasiones, el aparatito tecnológico atraerá aún más la atención del abuelo con boina: «¿Eso es la nintendo? Es que le quiero comprar una a mi nieto».
No tengo ninguna obligación de escuchar los problemas de los demás. Lo hago porque quiero. Porque un día lo hicieron conmigo. Yo tenía quince años y acababa de sufrir un desengaño con traición incluida por parte de la que yo pensaba que era mi mejor amiga. Me había enterado de todo el pastel esa tarde e iba por la calle con el corazón hecho una pasa y el típico nudo puñetero en la garganta. Hasta que no pude más, me senté en un banco del paseo al lado del río —codos sobre las rodillas, cara escondida entre las manos— y me puse a llorar sin tapujos, con uno de esos llantos que te dan hipo. Veía los lagrimones enormes cayéndose al suelo. Y también veía los pies de las diferentes personas que pasaban a mi lado y que, efectivamente, pasaban. La sensación de soledad y de «a nadie le importo» se agudizó.
Unas zapatillas, unos zapatos de hombre, unos tacones, unas bailarinas, alguien corriendo, un señor con un perro, una bici… La bici pasó, oí su frenada y echó para atrás. Su ocupante la aparcó al lado del banco y se paró frente a mí: «Chica, chica, ¿estás bien?». Alcé los ojos y vi a un chico negro que me miraba preocupado. «Sí, sí, estoy bien. Gracias». Entendió mi llamada de auxilio detrás de la mentirijilla y se sentó a mi lado. No hizo falta más. Empecé a contarle toda la historia y él me miraba atento con sus ojos grandes de haber visto y vivido mucho. Cuando yo acabé, no me dio ninguna «chapa», nada de consejos prefabricados ni frases huecas. Simplemente me contó su historia de inmigrante en Burgos, con su familia en África y los esfuerzos por mandarles dinero. Mi pequeño drama al lado de su vida me parecía ridículo, aunque él no lo había hecho con esa intención. Los lloros se apagaron según le escuchaba y me hablaba —con la autoridad sencilla y sin pretensiones que le daba la experiencia— de afrontar el sufrimiento, de encarar las dificultades, de sonreír cada día. No paró hasta asegurarse de que yo ya no lloraba y de que incluso había sonreído. «Ahora vuelve a casa, chica. Con tu familia estarás bien».
Realmente me encanta llevar escrito en la frente «Revele su rollo», y lo que lamento es que algunas personas no lo hayan visto. Siempre me quedarán las ganas de tomar un café con la chica rubia que bajaba llorando la Avenida del Cid un viernes de marzo. Habría podido decirle: «A mí también me apetece llorar, ¿lloramos juntas?». Y con un capuchino humeante frente a nosotras, habríamos dado rienda suelta a lo que nos comía por dentro y al compartirlo, habría resultado menos pesado.
- Texto escrito el 24 de enero de 2014 inspirado en un texto anterior.
Salía de un examen de Psicología Clínica, en el que mi rendimiento había sido bastante deplorable, pero para el que habían estudiado mucho. Desbordada por la ansiedad, me puse a llorar como una Magdalena en la parada del autobús. De repente, una señora mayor me cogió la mano y me dijo: «A tu edad todo tiene solución, no llores». Y le estuve contando.
Minutos después, se unió otra chica muy, embarazada de tres meses y con la firme determinación de seguir sus valores, tener al bebé y ser una buena madre, pero aterrorizada por la responsabilidad. Estuvimos charlando sobre la vida, los vaivenes y el afrontar los problemas durante mucho rato.
Y fue maravilloso.
El vínculo que se creó entre tres mujeres tan diferentes que no se conocían en absoluto pero que estaban abiertas a compartir sus agobios fue de los momentos más tiernos y terapéuticos que he podido vivir nunca.
Desde entonces, yo también llevo «revela tu rollo» en la frente.
Espero que no se nos borre 😉
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¡Marta! Muchas gracias por tu comentario. Ya veo que sigues escribiendo genial, como siempre. Gracias también por compartir este momento de #revelesurollo.
Qué encuentro tan bonito el que narras.
¡Un abrazo!
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