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¿El amor duele?

¿El amor duele? ¿Cómo puede doler algo que es tan maravilloso? ¿Nos han afectado más de lo que pensamos a nuestra visión del amor y el dolor esas historias de amores trágicos en los que el atormentado joven demuestra su amor máximo quitándose la vida? Pero, si intuimos que en esa actitud hay algo que no funciona, ¿qué quería decir la Madre Teresa de Calcuta con su «Ama hasta que duela. Si duele es buena señal»? Por otra parte, ¿es posible amar huyendo sistemáticamente de cualquier cosa que nos cause sufrimiento?

«¿Amor y sufrimiento van unidos? ¿Se vive más feliz sin estar enamorado? Hay distintos niveles de felicidad. Cada uno tiene un riesgo y una aventura. Hay felicidad de vegetal, de almeja, de egoísta, de amante… Cada cual debe aspirar a una» 

José Antonio Marina, citado en Construir el amor, de J. P. Manglano

Si amor y sufrimiento son, en cierto sentido, inseparables, el punto será descubrir y diferenciar cuándo “el amor duele” y cuándo “el amor hace daño”.

Somos vulnerables

Amar es asumir riesgos. El sufrimiento se encuentra entre ellos. Un amor del bueno es ese con quien podemos estar en zapatillas de andar por casa (literalmente pero también metafóricamente hablando). Alguien a quien podemos mostrar nuestro yo no tan reluciente ni instagrameable. Alguien que conteste «yes!» si le cantamos esto de «If I showed you my flaws, If I couldn’t be strong, Tell me honestly, would you still love me the same?». En definitiva: el lugar donde poder ser vulnerables sin miedo, porque sabemos que ese amor nos acogerá de manera incondicional. No amamos de verdad —ni nos dejamos amar— si no nos presentamos con toda nuestra fragilidad, sencillamente. 

Y, como decía, esto conlleva un riesgo, supone una apuesta. Porque la otra persona puede fallar —todos tenemos nuestras cosillas—, a veces no un poco, sino un mucho. Y puede herir —sin querer o queriendo—, y el daño es más hondo precisamente por la vulnerabilidad con que nos hemos mostrado.

Por eso casarse es una aventura, una locura que vale la pena cuando se cumple esto que dice Juan Ramón García-Morato: «Te casas cuando puedes decirle a la otra persona: Me entrego a ti para siempre porque estoy más seguro en tus manos que en las mías».

También somos vulnerables porque, en el momento en que queremos tanto a una persona, cualquier cosa que le pase a ella nos va a afectar como si nos sucediera a nosotros mismos, así que las posibilidades de sufrir se multiplican, ¿no? Además, siguiendo el «querer es decirle al otro “es bueno que existas”», de Josef Pieper, solo pensar que le pudiera pasar algo a la otra persona, que nos pueda faltar algún día… nos hace incluso sufrir por adelantado.

¿Tenemos alternativa? Como os contaba en este post: «Que el miedo a sufrir no te impida amar».

Sacrificios por amor

¿Son necesarios? Sí, si quieres vivir un amor del bueno. Todos hacemos cosas que nos cuestan por conseguir algo que queremos y por amor a quien queremos. Si amar es querer el bien de la otra persona, enseguida nos damos cuenta de que para que eso sea realidad a veces hay que arremangarse. 

Me contaron una historia de un matrimonio veterano al que preguntaron cuál era su consejo para llevar tantos años casados y ser tan felices, el marido contestó: «Vivimos en un concurso permanente de a ver quién hace más feliz al otro». Y, sin duda, eso a veces duele, porque cuesta ir contra el propio egoísmo, cuesta madrugar a las 6 para verse —como hace la Lucía de este vídeo precioso de Soy Amante—, cuesta pedir perdón y perdonar rápido, cuesta renunciar a un plan personal por un mejor plan para los dos…

A esto creo yo que se refería Teresa de Calcuta cuando decía «Ama hasta que duela». Algo que no tiene nada que ver con las penas del joven Werther o cualquier otro tipo de amor atormentado, cuyo dolor no proviene del darse, de la generosidad, de pensar en el otro… sino de todo lo contrario: de las propias comeduras de tarro, de cuando nos ponemos a sufrir por chorradas y egoísmos propios, por celos, porque tenemos una lady drama (o un lord drama) en nuestro interior, porque nos da la vena susceptible al máximo… Ahí, directamente, no es el amor el que duele, es el ego herido, el orgullo dañado, la incapacidad de amar de verdad.

A veces no entendemos bien a la de Calcuta porque pensamos que la felicidad del amor es una especie de estado de euforia permanente sin una sombra que lo amenace. Pero se nos olvida que podemos ser felices con sueño, con cansancio, con dolor de cabeza, con la frustración de un plan truncado, con el dolor de una mala noticia…

Y salir de uno mismo, levantar la vista del ombligo, puede ser doloroso, porque estamos demasiado acostumbrados a ir así por la vida, pero vale la pena. Esta entrega no es una alienación, no es dejar de ser uno mismo o perder la autonomía —luego hablaré un poco de eso—, es una interdependencia, una dependencia sana, que te hace más libre, y, por tanto, más capaz de amar. 

Pero, recordad: «Ni solo fluir, ni solo sufrir». No podemos medir nuestro amor por los sacrificios que hacemos —no solo—, entre otras cosas porque llegará un momento en el que muchos de esos pequeños actos no nos costarán, serán ya parte de nosotros mismos. A fuerza de levantar la vista de nuestro ombligo, los músculos se acostumbran a la nueva posición de ir mirando el mundo y a los otros, y ya no cuesta tanto el cambio de posición. Esto es importante para no caer en voluntarismos agobiantes o en medir el amor por el esfuerzo

El fin es el amor, y si el amor conlleva abnegación, la aceptas, pero la abnegación no es el fin, no podemos posicionarnos en un plano estoico —esta idea la he aprendido de Pablo—. Si el amor fuera más real cuando es más costoso, eso nos puede llevar a absurdos como: «Plancho la ropa, aunque no me gusta nada, porque sé que a ella le agrada este servicio. Entonces, si me acaba gustando planchar o ‘me sale solo’ sin forzarme… ¿tiene menos valor como muestra de afecto? ¿Dejo de planchar?».

Las crisis duelen

No todas las crisis son malas, como os contaba en este post:

«Pueden ser muy beneficiosas si las gestionamos bien. Tenemos la experiencia en las crisis vitales: no nos suelen “matar”, sino que más bien, si conseguimos superarlas, nos ayudan a crecer, a madurar… aunque mientras las pasamos se sufra, se llore, se sangre…

Las crisis nos pueden ayudar a ver si un noviazgo debe acabar, pero también pueden ser la “sacudida” necesaria para fortalecer la relación cuando algunos aspectos del amor del bueno se han ido dejando de lado. Pueden ser como una alerta que nos dice: “Ey, tenemos estos agujeros en vuestra barca; o empezamos a achicar agua y los solucionamos, o nos hundimos”.»

Pero incluso las crisis buenas o de crecimiento duelen. El dolor no te lo quita nadie. 

Me gusta cómo lo explica este párrafo:

«La crisis no es síntoma de que ya no vive el amor; no significa que ese amor “ya no sirve”, sino todo lo contrario. No hay crisis sin vida, por lo que la crisis es síntoma de que hay vida, de que hay amor. Pero es precisamente la vitalidad de ese amor la que exige, en un momento determinado, que se la depure de adherencias mortecinas, de esquemas pequeños, egoístas o desgastados»

Construir el amor, de J. P. Manglano.

Y por eso este es un tipo de dolor con el que podemos contar en una relación y no hay que asustarse. Pero ¿qué pasa con las crisis que no son de crecimiento sino de romper? Sufriremos, pero la causa principal no será entonces el amor, sino, precisamente, la falta de amor. 

Cuando lo que hace sufrir no es el amor

Si llevas acumulando mucho sufrimiento interior prolongado; si últimamente estás más triste y tú no eras así; si las discusiones son frecuentes y sobre los mismos temas y no llegáis a nada y parece que tú tienes la culpa siempre; si algo en tu interior te muestra señales de peligro pero te aferras a lo bueno que tenéis, aunque sea mínimo, para seguir; si percibes de su parte exigencias que ves que te raspan el alma… puede que seas una novia oprimida (o un novio oprimido). No se pueden consentir relaciones tóxicas bajo la premisa de «bueno, como el amor duele…». No. En situaciones así no es el amor lo que duele, es alguien que te está haciendo daño. 

«No confundas el amor con el delirio de la posesión, que causa los peores sufrimientos. Porque, al contrario de lo que suele pensarse, el amor no hace sufrir. Lo que hace sufrir es el instinto de propiedad, que es lo contrario del amor»

de la obra Ciudadela, de Saint Exupéry, citada EN ARMONÍA, de ALFRED SONNENFELD

Y Sonnenfeld añade: 

«Amar para poseer mata el amor. El enamorado se entrega por la pura alegría de dar, sin pretender nada a cambio. Pero cuando se desatan el afán de posesión y la necesidad de dominar al otro entonces aparecen los celos»

Por eso también hay que entender bien esa parte de la carta a los Corintios (la típica que se lee en las bodas), cuando dice que «el amor todo lo soporta». ¿Qué es ese “todo”? Evidentemente, no se refiere a relaciones tóxicas. El papa lo explica genial en Amoris laetitia (puntos 118 y 119): significa sobrellevar «con espíritu positivo todas las contrariedades»; «manifiesta una cuota de heroísmo tozudo, de potencia en contra de toda corriente negativa, una opción por el bien que nada puede derribar»; «el amor no se deja dominar por el rencor, el desprecio hacia las personas, el deseo de lastimar o de cobrarse algo». Nada que ver con una actitud pasiva que se deja avasallar o anular. Eso no tiene nada que ver con el amor.

Hace unos años circuló por las redes una imagen bonita que decía: «Que el amor valga la alegría no la pena». Se convirtió en casi un lema vital para mí. Aunque creo que habría que complementarlo con esto que canta One Republic: «Hope that you fall in love and it hurts so bad, the only way you can know you gave it all you had»

Que el miedo a sufrir no te impida amar.

Que si sufres sea por amar más y mejor.


Foto de Anthony Tran en Unsplash

Un comentario en “¿El amor duele?

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